Sabíamos que éramos el país del continente más insatisfecho con la democracia. Decíamos que éramos una democracia sin demócratas. Lo sabíamos y lo decíamos, desde hace años, pero no sacábamos la conclusión que nos estaba impuesta; es decir que, si todo eso era cierto, entonces la mayoría de los mexicanos no tenía ninguna razón para defender la democracia en México. Eso es lo que ha pasado: las bases de la democracia han sido desmanteladas bajo la mirada impasible de la mayoría.
En 2010, México era el país del continente más insatisfecho con el funcionamiento de su democracia, aprobada sólo por 27 por ciento de su población, según Latinobarómetro. En 2015, México era de nuevo el país más insatisfecho, con una aprobación de la democracia de apenas 19 por ciento. En 2020, en fin, México era, en todo el continente, el país que mayor apoyo mostraba a un régimen autoritario (22 por ciento de la población), sólo después de Paraguay. Esa era la norma desde hacía tiempo, y la tendencia empeoraba, año con año. En nuestras elecciones, por lo demás, sabíamos que los candidatos buscaban ganar como fuera, por las buenas o las malas, con actos no sólo ilegales sino incluso inconfesables en un país, como el nuestro, que desprecia la legalidad. No era posible seguir así, con una democracia sin demócratas. No era factible construir un sistema democrático sin promover una cultura democrática. Escuchamos la advertencia, pero preferimos el engaño, al pensar que jamás ocurriría una regresión.
¿A qué democracia aspirábamos? Aspirábamos a una democracia que presuponía la división de poderes: un Ejecutivo que manda, un Legislativo que hace las leyes y un Judicial que ofrece justicia. Aspirábamos a un régimen en el que las ideas podían confrontarse y oponerse, todas las ideas, incluso si nos daban horror. Aspirábamos a un orden en el que la mayoría era respetuosa de las minorías. Aspirábamos, idealmente, a tener una confrontación de posturas productiva, y no estéril, a partir de una pluralidad de cifras y datos y perspectivas (pues para votar, para decidir, es necesario estar bien informados). Aspirábamos, en fin, a un sistema que es frágil, raro en el mundo, al que nosotros mismos no estábamos acostumbrados. Hemos vuelto a lo que conocíamos.
Ante la indiferencia de la mayoría de la población, el poder está reconstruyendo algo similar a lo que ya vivimos: un régimen de dominación hegemónica. Con 54 por ciento de los votos —poco más de la mitad de la gente que fue a las casillas— maniobró para obtener 74 por ciento de los escaños en la Cámara de Diputados. Con esa mayoría emprendió, a nombre del Pueblo, la disolución del Poder Judicial, junto con la elección de jueces, magistrados y ministros aliados a la fuerza mayoritaria que gira en torno de Morena. El mismo Congreso, donde esa fuerza ejerce su poder, dejó de ser un espacio de deliberación y debate; es ahora una maquinaria que aprueba las reformas sin leerlas, porque sólo acata órdenes. En el país, hoy, desaparecen los órganos autónomos del Estado; son hostilizadas y marginadas las voces críticas del poder; son ignoradas y despreciadas las opiniones que surgen de los organismos de la sociedad. Todo esto está ocurriendo, repito, ante la indolencia de la mayoría, que nunca vio los beneficios de la democracia.