La primera vez fue día en que reventaron el edificio federal de Oklahoma City y mataron a 168 personas. La explosión ocurrió a las 9:02 de la mañana, pero nos enteramos a eso de mediodía. Después de todo era 1995 --un 19 de abril-- y el internet era más o menos una novedad, aún en Washington D.C. donde radicaba. La noticia, por supuesto, sacudió al mundo. Entre el horror y el pasmo, nadie entendía nada.
Aunque menos de una hora y media después del atentado el FBI ya había detenido a Timothy McVeigh, el principal autor intelectual y material de la infamia, en la primera versión de los hechos publicada por el Washington Post a la mañana siguiente se especulaba sobre un complot de extremistas musulmanes, quiénes podrían estar vinculados con el tráfico de inmigrantes a través de la frontera con México.
A pesar de la montaña de evidencias sobre la fuerza de odio y poder de destrucción que son capaces de ejercer los grupos de derecha radical --se llamaban a sí mismos "Milicias" --, la reacción fácil entre múltiples "expertos", autoridades y periodistas ante el fenómeno del terrorismo doméstico era, sigue siendo, intentar culpar aun enemigo imaginario, de preferencia extranjero. Si hace un siglo fueron los judíos, ahora son los "bad hombres".
La segunda ocasión en que pude palpar la intensidad de ese Estados Unidos profundo, en su versión racista y visceral, fue en la primavera de 2002, en los primeros días de mayo, para ser precisos. Entonces vivía en Chicago y trabajaba en Consulado General de México en esa maravillosa ciudad. El país se encontraba aún en shock por los ataques terroristas del 11 de septiembre anterior. La sicosis colectiva era alimentada desde la Casa Blanca para (luego lo supimos) justificar la segunda invasión militar a Irak, la cual ocurriría a principios de 2003.
Por ello, el impacto noticioso fue enorme cuando se hizo pública la noticia de que autoridades de aduanas habían detenido, en su llegada al Chicago's O'Hare International Airport, a un personaje llamado Abdullah al-Muhajir, quien formaba parte de un complot para estallar dentro de Estados Unidos una "dirty bomb" (explosivo con material nuclear).
No recuerdo qué medio fue el primero en darle un giro aún más sorprendente a la noticia: el presunto "terrorista árabe" había entrado al país con una identidad falsa. Realmente era un "inmigrante" y su nombre verdadero era José Padilla; lo que sí tengo claro es que en cuestión de instantes comenzamos a recibir una cantidad enorme de llamadas de cualquier cantidad de periódicos, agencias de noticias, programas de televisión, intentando conseguir detalles sobre la identidad del supuesto "terrorista mexicano".
La apuesta periodística era obvia: si se llamaba José Padilla y era de Chicago, debería ser mexicano. La respuesta fue también clara e inmediata: no, no había en los archivos del consulado ninguna persona con ese nombre. Tampoco entre las miles y miles de matrículas consulares emitidas por toda la red consular mexicana existía nadie que se pareciera siquiera a la fotografía del presunto terrorista difundida por las autoridades de aduanas.
Semanas o meses después, se hizo público que Padilla era realmente un ciudadano estadounidense, nacido en Brooklyn, Nueva York, que se había cambiado de nombre en Florida y luego se mudó a uno de los pocos barrios latinos no mexicanos de Chicago y que su "complot" estaba originado en información subida al internet como una especie de broma idiota y, seguramente, a una amplia serie de problemas de salud mental del personaje.
Un par de años después escuche que en algún lugar del medio oriente la policía había descubierto algo así como una docena de pasaportes mexicanos "originales", pero sin nombre ni fotografía. La información nunca llegó a los medios.
De vuelta al José Padilla de Chicago: aún hoy en 2025 no puedo imaginar las consecuencias que hubiera tenido dejar correr, aunque fuera por poco tiempo, la versión del "Mexican terrorist". Pronto, en semanas quizás, no tendremos que imaginarlo.