Poetas zapatistas

Ciudad de México /
Teatro en Oventik, en caracol zapatista en Los Altos de Chiapas. DIEGO ENRIQUE OSORNO

A finales de los setenta, Nicolás Echevarría filmó una película REAL. En ella, el intrépido maestro del cine documental mexicano sigue a un humilde grupo de artistas itinerantes que desandan con hermoso garbo por alejadas comunidades y pueblos mixtecos.

Enclavada solo en la sierra sur de Puebla, la ruta de músicos, acróbatas y payasos que forman parte del circo indígena se detiene en San Felipe Otlaltepec, donde Echevarría filma con su Bolex 16 mm a la compañía de nombre “La Maroma”.

Niños con avispado oído musical, chicas sobrevolando la cuerda floja en un bamboleo perfecto y un payaso que, como buen payaso, lanza preguntas y certezas políticas y disparatadas, por igual. Poetas Campesinos se llama la producción estrenada el bendito año de 1980.

Cuando llego a investigar un suceso o atestiguar algo de lo que debo dar cuenta para una crónica o un documental, trato de hacerlo con la intención de mirar las partes y el todo, pero en el caso de algunos lugares —pongamos territorio zapatista de Chiapas—, uno se da cuenta que el periodista o documentalista que arriba con la noción cultural de observar, en realidad está siendo observado por una cultura que le antecede y sobrepasa en múltiples dimensiones.

Es por eso que recordé que hace unos quince años Echevarría nos contó, a un grupo de alumnos que tomábamos una clase con él en el Festival Internacional de Cine de Los Cabos, el proceso de creación de Poetas Campesinos. A mediados de los setenta el cineasta trabajaba para el gobierno recorriendo la geografía poblana con un vehículo, una pantalla, un proyector y cierto repertorio de películas mexicanas.

En medio de uno de esos viajes, luego de instalar el cine móvil en la plaza principal del pueblo marcado en el andar, Echevarría se echó a dormir hasta que lo despertó una melodía de Verdi que sonaba en los alrededores. Buscó entonces la fuente de origen de la pieza. Así dio con la banda local que la tocaba con singular parsimonia.

Durante aquellos trajines como proyectista, Echevarría descubrió también La Maroma, el circo que amenizaba ciertas noches de fiesta en los pueblos de la región. Lo que vio y oyó en ese periodo de cinema serrano lo deslumbró de tal manera que se prometió regresar a documentarlo algún día.

Como suele pasar en el cine y en otras cosas de la vida, nada pasa nunca como debe pasar. Los dioses del azar son los que a final de cuentas escriben la historia que habrá de suceder delante de la cámara. Echevarría volvió años después a San Felipe Otlaltepec con lo necesario para filmar, sin embargo, el circo ya se había disuelto, al igual que la banda de música que había escuchado aquella noche en ensoñación.

Migraciones, rencillas y divisiones irreconciliables, —o sea el paso del tiempo—, habían dado al traste con todo lo que Echevarría había atestiguado, lo cual, para ese entonces, ya no se sabía si había sido un sueño o una realidad (o por lo menos eso es lo que percibimos algunos de los alumnos que lo escuchamos contar esta anécdota).

Bajo cualquiera de ambas posibilidades, el documentalista decidió revivir o inventar ese recuerdo. Anduvo casa por casa de Otlaltepec y otros pueblos de la sierra en busca de los integrantes del circo y de la banda que había oído tocar a Verdi para pedirles que hicieran una vez más sus actos artísticos ante su cámara.

Es por eso que lo que vemos en Poetas Campesinos son obras más o menos comunes de los artistas que se dedicaban a ofrecer su genialidad a los pueblos y comunidades mixtecas, sin siquiera bajar nunca a la ciudad de Puebla, mucho menos a la megalópolis capitalina. Arte ordinaria hecha de manera extraordinaria para una cámara cinematográfica, o sea para la imaginativa memoria de Echevarría, o sea para la belleza de lo vital.

Cuenta la leyenda que La Maroma nunca más volvió a ocurrir —y acaso podría ser que nunca haya existido como tal—, sin embargo, Poetas Caxmpesinos es una de las cosas más REALES que se pueden sentir.

A veces pasa que la memoria más portentosa de este tipo de acontecimientos es embalsamada en museos de antropología o discursos patrioteros; si acaso queda algo de la vida que irradió en dichos instantes, sucede solo a través del arte que los inventa o de las resistencias que los reivindican.

Por eso pensé en Poetas Campesinos el último día del año pasado y el primero del que ya corre, bajo el sol recurrente y la niebla intermitente de Oventik, caracol del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) enclavado en Los Altos de Chiapas, donde decenas de jóvenes zapatistas pusieron en escena “El Colapso y el Día Después. Las Partes y el Todo”.

La obra de teatro estaba dividida en doce viñetas que tenían correspondencia con unas conferencias celebradas los días previos en las instalaciones de la Universidad de la Tierra, en San Cristóbal de las Casas, donde hubo varias mesas en las que se mentaron tormentas, crímenes, verdugos y víctimas, así como también la genealogía del común, una nueva iniciativa lanzada por los indígenas rebeldes, con la que se replantean el tema de la propiedad de la tierra que recuperaron con su levantamiento armado del 1 de enero de 1994, al ofrecer incluso compartirla con otras personas que deseen trabajarla, aunque no sean zapatistas.

En esas charlas, las mujeres zapatistas revisaron también de manera crítica y autocrítica su sistema autónomo de gobierno implementado a través de Juntas de Buen Gobierno que han quedado disueltas en los últimos años para tratar de voltear así la pirámide, como han llamado a las fallas que encontraron en el proceso de la autonomía de facto que han llevado a cabo en sus territorios con mayor radicalidad desde 2003.

En la cofa del vigía apareció también, tras varios años de no hablar en un acto zapatista abierto, el vocero histórico de la organización, renombrado ahora como Capitán Insurgente Marcos, luego de haber salido a la luz pública hace 31 años con el grado de Subcomandante, el cual ahora solo tiene Moisés, líder de la organización desde hace más de una década, quien encabezó los actos formales.

Ante más de mil personas de cerca de 40 países hablaron también con énfasis de la crisis del sistema capitalista los analistas provenientes de diversos lugares del país. A diferencia de La Maroma, los zapatistas se mantienen unidos, siguen siendo reales. La militarización, la paramilitarización, la insidia oficialista, la desinformación, el narco y todas las variopintas estrategias contrainsurgentes acumuladas a lo largo de tres décadas no han podido destruir un proceso aún en marcha.

Poetas también estos días, lejos de la rocosa parafernalia, los zapatistas desplegaron una serie de actos y artes de los que irá dando cuenta y relatoría esta serie periodística que justo aquí da inicio. 

continuará


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