El yo como metáfora de uno mismo

Ciudad de México /

Hace poco mientras leía la extraordinaria novela de John Wray, Gone with the Wolves, que sigue a lo largo de sus más de cuatrocientas páginas el recorrido de dos chicos y una chica metaleros a lo largo de varios años y países, en una escena en particular donde uno de ellos está en el coche teniendo una conversación con una amiga, devastado por un tema sentimental, de pronto tuve una sensación de extrañeza ante el claro ejercicio de imaginación del autor. A diferencia de la actual tendencia predominante, no había ahí ninguna evidente referencia autobiográfica, sino que Wray se sitúa como escritor en la mente y alma de personajes que no necesariamente tienen que ver con él (uno de los chicos es negro, lo cual ya de entrada atenta contra la idea gringa prevaleciente de que sólo se puede escribir desde el estereotipo identitario al que uno pertenece). Fue tal la extrañeza ante el ejercicio literario puramente ficticio que sentía como si estuviera leyendo una novela perteneciente a un pasado remoto, ajeno a la actual producción literaria, fuertemente centrada alrededor del yo de quien escribe.

Todo esto me recordó el maravilloso minirelato de Borges, “Del rigor en la ciencia”, donde se habla de un imperio que comenzó haciendo mapas de provincias del tamaño de una ciudad, y mapas del imperio del tamaño de una provincia, cuya conclusión lógica fue que: “Con el tiempo, estos Mapas Desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él”.

A lo que entiendo que Borges se refiere es a la idea imperial de la imposibilidad última del mapa como representación (o metáfora), pues el narcisismo de un imperio sólo podría verse satisfecho con un mapa que lo refleje en su dimensión real, ya que todo empequeñecimiento cartográfico no sólo no le haría justicia, sino que en el fondo sería una afrenta al tamaño y a la gloria del mismo. Sólo que nuestro actual imperio parecería ser la realidad, o la realidad referida a las aventuras, emociones (principalmente los traumas) del yo que la narra, por lo que la imaginación, la simbolización y las metáforas se encuentran en clara retirada. A la manera del mapa imperial de Borges, buena parte del oficio creativo de la actualidad se centra en esbozar el testimonio del yo que hurga en sí mismo para delinear los contornos de un mapa emocional que coincida con las dimensiones de la enorme relevancia que tiene para cada quien su propia experiencia vital.

Pero evidentemente el problema no es la narrativa del yo como tal, pues existen maravillosos ejemplos como la obra de Vivian Gornick, de carácter fuertemente autobiográfico, incluso cuando nos invita a acompañarla en el recorrido de las lecturas que han marcado su vida, como hace en El fin de la novela de amor, donde extrae de las grandes novelas sentimentales lecciones de vida tan serias que nos damos cuenta de que para Gornick la literatura es quizá una de las principales fuentes éticas que definen su accionar. Pero el de Gornick es un muy inteligente y sensible yo que primero que nada mira al mundo, y en ese mirar al mundo se mira de vuelta a sí misma y el lugar que ocupa en un entramado simbólico que la excede, como sucede con esa pasional y tormentosa relación madre-hija que describe en el genial Apegos feroces.

Quizá no estemos ante el fin de la metáfora como tal, sino ante la prevalencia de la creación de uno mismo como metáfora de uno mismo. 


  • Eduardo Rabasa
  • osmodiarlampio@gmail.com
  • Escritor, traductor y editor, es el director fundador de la editorial Sexto Piso, autor de la novela La suma de los ceros. Publica todos los martes su columna Intersticios.
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