“La guerra es la paz”, reza famosamente uno de los tres eslóganes del Partido que rige la sociedad de Oceanía en 1984, la distopía de George Orwell aparecida en 1949. Hace un par de días, a propósito del bombardeo de Estados Unidos e Israel a Irán, el líder israelí, Benjamin Netanyahu, declaró: “El presidente Trump y yo a menudo decimos: ‘La paz mediante la fuerza’. Primero viene la fuerza, después viene la paz”.
Uno de los rasgos definitorios de la sociedad imaginada por Orwell es que se encuentra de manera perpetua en guerra, con todo lo que ello implica, principalmente en términos propagandísticos, pues se escenifica de manera cotidiana el ritual de los Dos Minutos de Odio, en donde se muestra un collage de imágenes del enemigo con música bélica como trasfondo, para que la gente pueda entrar en un estado de histeria colectiva y desfogar sus emociones, canalizadas como odio al enemigo eterno. En el caso de Estados Unidos, en términos estadísticos, según diversos estudios ha estado en guerra durante aproximadamente 93 por ciento de su existencia, teniendo en casi 250 años de nación independiente tan sólo periodos de paz que suman unos 17 años. Es decir que ni siquiera 10 por ciento de su vida como nación independiente ha transcurrido sin algún conflicto bélico, casi siempre comenzado o declarado por ellos mismos. Así que no es metáfora lo de la guerra perpetua ni lo de que la guerra es la paz, si bien obviamente tendríamos que entender el término paz de una manera completamente distinta, también bastante orwelliana, para acomodarlo a significar casi lo contrario de lo que teóricamente se entendería.
Pues, ¿cuál puede ser la paz asociada a estar literalmente casi siempre inmerso en alguna guerra? Probablemente sólo una paz basada en algún tipo de excepcionalismo, como el que claramente comparten Estados Unidos e Israel, donde la noción de ser un pueblo superior o elegido sirva como justificación para la agresión a, y doblegamiento perpetuo de, otros pueblos que son vistos más bien como apéndices al despliegue de las ambiciones ilimitadas de las formas de vida que resultan dominantes.
Y de ahí que la nueva aventura militar venga aparejada con la habitual parafernalia ideológica sobre la maldad del enemigo y la amenaza que representa (a pesar de que, como sucedió con Irak, los reportes de inteligencia internos revelaban que la amenaza nuclear era en ese momento inexistente) pues, como ha argumentado también incansablemente Noam Chomsky, la ideología y la propaganda son cruciales para encuadrar el impulso bélico y darle una justificación y aparente motivo para desplegarse a cada nueva ocasión.
Pero como muy bien advirtió Orwell, más allá de la justificación específica de cada nueva agresión militar, lo realmente esencial es el mecanismo subyacente, y la mentalidad asociada en las personas que se adhieren al proyecto de este tipo de líderes (que, tanto en Estados Unidos como en Israel, han llegado al poder por la vía de las urnas, es decir, con un consenso de la mayoría de los votantes): “Se espera que incluso el más humilde miembro del Partido sea competente, industrioso e incluso inteligente dentro de ciertos límites, pero es también necesario que sea un fanático crédulo e ignorante cuyo prevaleciente ánimo sea el miedo, el odio, la adulación y el triunfo orgiástico. En otras palabras, es necesario que tenga una mentalidad conducente a un estado de guerra. No importa si la guerra tiene lugar o no y, como es imposible ganarla definitivamente, tampoco importa si la guerra va bien o mal. Todo lo que se necesita es que exista un estado de guerra”.