Hace unos pocos años que ya más bien parecen décadas, la palabra “posverdad” fue elegida por el diccionario Oxford como la que mejor definía lo sucedido en 2016. Quizá un correlato posterior podría conformarlo la palabra “literalidad”, pues pareceríamos vivir bajo su imperio, a costa por ejemplo del humor y su correspondiente dosis de ligereza y capacidad para tomarse las cosas en sentido figurado, y también de lo simbólico, que requiere igualmente una disposición a abstraerse un tanto de lo más directo o inmediato a lo que apuntan las palabras. En la antigüedad un símbolo era un objeto que se partía en dos, del que cada persona conservaba una mitad, con lo cual al unirlo se reconocía un compromiso entre ambas. En ese sentido, la literalidad que renuncia al pensamiento simbólico parecería negarse a unir nada que vincule con las creencias que puedan resultar ajenas, pues es la propia interpretación (literal) la única que vale, parapetada tras una incesante búsqueda de herejías que, precisamente amparadas en la literalidad, se denuncian al instante, con la consiguiente hoguera cibernética.
Así, ni las obras de ficción se salvan ya de ser leídas literalmente, a la búsqueda de claves que o confirmen que las autoras o autores están del lado correcto del pensamiento canónico (con lo cual no sorprende que muchas obras en la actualidad se lean más como panfletos que en boca de sus personajes exponen con sumo acartonamiento las ideas “correctas” de la temática que se aborde), o de incorrecciones morales que, se asume, son consecuencia de la propia perfidia de quien las puso incluso en boca de personajes ficticios. Cuestión que a menudo corroboran también los detectives de las redes sociales, siempre prestos a desempolvar el tuit incriminatorio de hace algunos años, aquel en el que se expresaba algún punto de vista ya hoy devenido “problemático”, que vuelve años después para recordarnos que una cosa es libertad y otra libertinaje, y que la libertad para pensar distinto se termina justo en los confines cuidadosamente trazados por el pensamiento (pre)dominante de la academia estadunidense, cada vez más voraz en su pretensión de universal totalidad.
Resuena como metáfora de lo perdido una escena de la novela El mago, de Somerset Maugham, donde su odioso y fascinante protagonista, el mago Oliver Haddo (basado en el tótem de la magia negra Aleister Crowley, a quien Maugham conoció), cuenta uno de los descubrimientos atribuidos a Paracelso, el Electrum Magicum: “en el que los sabios fabricaban espejos donde podían ver no sólo los eventos del pasado y del presente, sino las andanzas de los hombres de día y de noche. Podrían ver cualquier cosa que hubiera sido escrita o hablada, y a la persona que lo dijo, y las causas que lo llevaran a pronunciarlo”.
Pues a nivel simbólico, quizá justo algo así sería una de las principales fortalezas de la literatura, la capacidad de asomarse y relatar historias no encorsetadas por el celo moral de una época, en particular una tan racionalmente moralista como la actual. Y quizá como bien intuyó Maugham, aquello tenga más que ver con un acto de magia negra, de esos que en nuestra crédula época y su pasión por la hiperrealidad empaquetada y distribuida por y para Netflix, son mayormente vistos como vestigios arcaicos de un pensamiento que entre más velozmente sea cancelado, un mayor favor nos habrá hecho a todas y todos.
Eduardo Rabasa