Recién estuve unos días en Dallas para participar en los festejos por el undécimo aniversario de The Wild Detectives, una maravillosa librería, bar y centro cultural que ha conseguido un improbable equilibrio entre la calidad de su oferta literaria y musical, y ser igualmente un sitio de esparcimiento para tomarse algo y pasar un buen rato. En su poco más de una década de existencia, The Wild Detectives ha creado una nutrida comunidad con un arraigado sentido de identidad y pertenencia, como muestra el tierno caso de un chico al que desde hace años religiosamente dejan ahí todas las mañanas sus padres, se pasa el día entero leyendo, y por la tarde vuelven a pasar a recogerlo.
El festejo del sábado, más que el aniversario de una librería parecía un muy concurrido festival cultural, con una programación que incluyó actos propiamente literarios, un recorrido inspirado por Roberto Bolaño, así como tocadas de rock, cumbia y unos dj que pusieron a bailar a la muy nutrida concurrencia con afro perreo. En tiempos de discursos de odio e intolerancia, The Wild Detectives funge como pequeño santuario en donde los libros y la oferta cultural crean una especie de realidad paralela donde al menos por unas horas la gente consigue abstraerse de los rasgos más hostiles de la actual realidad estadounidense.
En la misma ciudad de Dallas, situado quizá en el polo opuesto del espectro de realidad como representación, al grado de transmitir una sensación de irrealidad, se encuentra el Sixth Floor Museum, alojado en el sexto piso del Texas Book Depository, edificio trágicamente famoso porque desde ahí le disparó Lee Harvey Oswald a Kennedy. Y en el piso desde donde ocurrió se ha montado una especie de Disneylandia dedicada al asesinato de Kennedy, con un recorrido museográfico que lleva a los espectadores de la mano de la tragedia, incluida la recreación con cajas de libros colocadas en la esquina desde la que Oswald disparó, así como una animación en computadora para recrear el recorrido fatal de la limusina del presidente, con un par de marcas en forma de x en la calle como tal, para denotar los sitios en que la caravana transitaba cuando se produjeron los disparos. El museo incluye una maqueta elaborada en su momento por el FBI para representar y estudiar el asesinato, así como la exhibición del traje original que llevaba puesto el policía que trasladaba esposado a Oswald cuando fue a su vez asesinado por Jack Ruby, transmitido todo ello en directo por televisión. Y como si formara parte del guion de un parque temático de atracciones, mientras lo veía se me acercó una señora para decirme que ella no se tragaba lo del asesino solitario, que Oswald había sido sólo un chivo expiatorio, y que el verdadero culpable era el vicepresidente Lyndon Johnson.
A la salida del museo está la esperada tienda de merchandising, donde se venden réplicas de periódicos que informaban del asesinato, camisetas, pines, imanes para refrigerador, con la figura tanto de Kennedy como de Jackie, convertidos ya en personajes mitológicos en toda regla. Y al final se queda uno con la sensación de que una de las principales tragedias públicas de la vida política estadounidense causa tal fascinación que la tragedia habría sido que no hubiera ocurrido, pues la industria Kennedy y las inagotables teorías de la conspiración forman ya parte esencial de la narrativa de una sociedad que ha apostado quizá como ninguna otra a convertir su realidad en una representación fabricada para transmitirse por televisión.