Los problemas contemporáneos no son más problemas aislados ni de un solo país o una sola región; hoy, más que nunca, los desafíos que enfrentamos en cualquier parte del mundo, deben ser abordados desde ese lazo invisible pero evidente que nos conecta a unos con otros y que, en términos políticos, sociológicos y filosóficos se ha denominado “globalización”.
Este término ha sido bien recibido por unos y criticado por otros pero, independientemente de sus efectos, en sí mismo es una noción que invita a afrontar una época donde prima la incertidumbre y la fragilidad, desde una mirada solidaria y empática que abre sus puertas a la construcción de una esperanza comunitaria.
Para ello, es necesario generar liderazgos sociales capaces de diálogo y de compromiso, coordinación de la sociedad civil para lograr generar alianzas donde al trabajar en equipo, ganemos todos, pero sobre todo, hace falta mucha generosidad para superar dificultades y posibles rencillas del pasado y converger hacia un presente y un futuro donde los signos de esperanza sean cada vez más visibles para todos.
Por ello, hoy es el tiempo propicio para una globalización de la esperanza, pero ¿qué es la esperanza?
La esperanza consiste en creer y confiar en un horizonte mejor que, aunque todavía no se vislumbre, llegará y depositar en él la posibilidad de la paz, de la recuperación, del “abrazo universal de todos los pueblos”. Cuando se alberga la esperanza, ese momento ya ha llegado, ya está presente y nos invita a acogerlo y darle entrada porque, confiados, sabemos que vamos juntos.
Así, la esperanza se alimenta de confianza. Nos resulta difícil hoy recuperar la confianza, sobre todo, cuando vemos odios exacerbados por heridas del pasado que resurgen por todas partes pero, en medio de esas oscuridades, creer que es posible sanar y reconstruir, más que ser una elección, es un deber.
La humanidad ha atravesado etapas de luces y sombras y sus vaivenes nos colocan siempre entre el miedo y la valentía, entre el odio y el amor. Por “entre medio” aparece la esperanza y nos invita a pasar del otro. Un lado que no esconde la crudeza y el horror pero que alberga la fuerza del perdón y de la paz.
El pacto de paz en la Franja de Gaza es un signo indeleble de que, aunque hagamos la guerra, tendemos hacia la paz. Tardarán años en sanar los corazones y los cuerpos de más de un año de constantes ataques y, algunos, puede que no puedan curarse del todo y otros más, habrán quedado para siempre en los recuerdos de sus familias condenando su muerte a una guerra inútil que dañó más que viviendas y edificios; sin embargo, ni una sola lágrima queda desperdiciada cuando el dolor se transforma en esperanza.
Al igual que la violencia, la esperanza se cuela por las paredes y los techos cual humedad. Por eso la esperanza es un proceso, algo lento que se gesta en lo diminuto, en lo cotidiano, en lo que parece normal y hasta en lo que parece catastrófico, ahí se va colando por entre estructuras, personas, momentos, signos, gestos. Por esto nos toca globalizarla, hacerla universal, llevarla a otros, contagiarla y expandirla hasta que de lo poco pase a lo abundante, de lo pequeño y fragmentario, a lo gigante y sólido.
Si la globalización ha traído una mayor conciencia de la interconexión de realidades aún a pesar de sus efectos nocivos en la sobrexplotación y dominación de recursos, pueblos y comunidades, la globalización de la esperanza puede y tiene la capacidad de sembrar semillas de paz para hacer que la memoria del dolor se convierta en esperanza de fraternidad.
Iniciemos hoy un camino de globalización de la esperanza que comience por lo cotidiano de nuestra vida para llegar a lo extraordinario de sabernos acompañados unos con otros.