A la fonda “Estrellita Marinera” llegan ella y él, madre e hijo. Por lo común eligen la puerta más cercana a la entrada, “por si acaso algo sucede, tenemos vía de escape rápida”, justifica él: delgado, camisa que blanca fue y luido pantalón de mezclilla.
La anciana se pende a su brazo y se deja conducir hasta la mesa que el empleado les asigna, al tiempo que pregunta:
–¿Caldo de pollo o sopa? ¿Lo mismo para la señito?
–Sii me hace favor –responde el hombre.
Curiosa, la señito pregunta: ¿quién es ese hombre, lo conoces? Porque te habla con confianza El niega y anota en la comanda.
Antes ella atendía al muchacho, que se había aficionado a inhalar thinner y de a gratis bravuconear, hasta que se ganó la zangoloteada que lo mantuvo en casa hasta que los ojos amoratados sanaron.
A partir de ahí dejó el vicio, aunque mantuvo otro: el de no ocuparse en trabajo alguno. Su hermano, radicado en Gringolandia, le pidió que se hiciera cargo de la anciana y él se encargaría de los gastos de ambos.
“Ni cómo decirle que no, ¿Quién te hace una oferta como esa? No me pude negar”.
Él se encarga del desayuno: huevos y café. Y de la cena: vaso de leche con pan de dulce. También mantiene aseada la vivienda y se encarga de alimentar y asear la jaula que canarios y verdines comparten.
En la fonda les reservan mesa y los atienden como si fueran de la familia. En ocasiones le perdonan el pago: “Para que le compres un chuchuluco a tu mamá y unos cigarritos para ti. Cortesía de la casa”.
El hombre agradece y atiende a la anciana para que coma sin derramar la sopa o el guisado:
“Abre bien la boca y te acerco la cuchara para que no batalles y mejor saborees”.
La anciana luce enorme sonrisa, y el hombre de rostro adusto finge que no escucha cuando le dicen “qué buen hijo eres, muchacho: cuida mucho a tu mamacita y quiérela como ella a ti”.
“Claro que sí, seño, no tengo pendiente”, responde y conduce a la anciana por los pasillos hasta la florería; Telma, la dependienta, los mira y se apuesta a la entrada de su changarro con una flor de crisantemo en la diestra:
“Ten, muchacho: se la pones en la oreja para que se mire más coqueta la señito. Y si algo necesitas, nomás me avisas y le hallamos solución “.
El hombre agradece y se encaminan hacia el expendio de libros y revistas usados, donde Marisela le tiene apartado un ejemplar de la Novela Semanal: historias de amor y desamor que la anciana lee calando sus anteojos en la punta de la nariz:
“Nunca falta el negrito en el arroz, que echa a perder el entendimiento entre la gente. Pasan los años y los años y no entendemos”, dice para sí sin descuidar el paso cansado al que su hijo se habituó. Extiende la mano, recibe y agradece el fruto que alguien le tiende:
“Para que saboree su manzana bajo la sombra de su pirúl, madrecita. Y pa’ ti este puñito de cacahuates. A ella no, le caen de peso y se te enferma. Dios no quiera“.
En el puesto de semillas, el hombre pide alpiste y nabo para los canarios: “Que bueno que te acordaste, para que nos alegren con sus trinos, m’hijo”.
Paso a pasito, madre e hijo avanzan hasta la salida. “Cuñao, cuídame bien a tu hermanita, no la vayas a perder”, lo embroman. Pero él, imperturbable.