Yo fui tu papalote…

Ciudad de México /

“Febrero loco, marzo otro poco”, decía la mamá y ellos sabían entonces que pasarían el resto de la tarde, después de asistir a la escuela, encerrados, pues los ventarrones levantaban intensas polvaredas que enceguecian a los escasos transeúntes que se atrevían a transitar por las calles sin pavimento.

Eran días de radio, porque tele todavía no. Tres Patines (La tremenda corte), Kalimán; Corona de lágrimas; Talidomida, la droga maldita: fármaco “utilizado como sedante y como calmante de las náuseas durante los tres primeros meses de embarazo, que provocó miles de casos de malformaciones congénitas”, según la Wiki…

El polvo acumulado a la entrada impedía la apertura de la puerta; sin embargo, nada que impidiera el permiso para salir a volar papalotes en el llano, elaborados sobre una plana del diario La prensa y su estructura hecha con varitas de carrizo, generoso vegetal que brindaba cañas huecas para solaz y esparcimiento de la chiquillada.

La cola que permitía al cometa un vuelo balanceado y uniforme, la elaboraban con tiras de tiliches proporcionados por la mamá. El llano era una inmensidad que al ser lotificado por tranzas fraccionadores se convertiría en el municipio 120 del Edomex.

Para la chiquillada era el paraíso, pues se podía corretear hasta que el papalote se colgara al cielo y volara tan alto como se lo permitiera el cordel obsequiado por la mamá, extraído de su costurero.

–Nomás no se vayan tan lejos, porque ya verán ahora que llegue su papá: los acuso para que les acomode una buena friega –advertía.

La chiquillada correteaba sin riesgo alguno, pues escasos vehículos circulaban por aquel entonces sobre aquellos terrenos que fueron lecho del lago. Del botiquín hurtaban hojas de afeitar del padre, para atarlas a la cola del papalote y tratar de derribar al que más próximo sobrevolara.

En ocasiones la mamá se ponía espléndida y preparaba una jarra de agua de limón, alrededor de la cual se congregaban por unos instantes los sedientos escuincles, y enseguida volvían a su entretenimiento.

Cuando el sol comenzaba a ocultarse en el horizonte, los gritos de las mamás convocaban a merendar: un jarro de atole de avena y un plan blanco endurecido para ablandar remojándolo en la bebida de cereal.

Había que estar a las vivas luego de un derribo, pues el dueño del papalote y sus compinches podían llegar y buscar pleito, dolidos por la afrenta.

En la maraña de cables conductores de electricidad hacia el caserío, era frecuente ver los papalotes enredados; ahí permanecían hasta que el sol, el viento y ocasionales lloviznas terminaban con ellos.

Iluminados por la luz de un quinqué alimentado por petróleo, los chiquillos merendaban y se dolían o celebraban que su papalote hubiese sobrevivido a los ataques. Al otro día volvería a elevarse, si es que la buena conducta permitía a sus dueños vaguear luego de colaborar en los quehaceres domésticos, las tareas escolares y la cena de la alfalfa para los conejos que la mamá criaba para, cuando cumplieran la edad debida, cocinarlos en adobo o fritos simplemente con ajo y cebolla.

–Y se apuran a cenar, se lavan la bocota y se acuestan temprano: mañana no van a querer levantarse, vagos éstos.


  • Emiliano Pérez Cruz
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