La novela es un medio de conocimiento con leyes propias, ajenas a los edificios conceptuales de la filosofía, la ciencia política, el historicismo o la psicología. A veces complementa los hallazgos de las humanidades, pero se condena a la irrelevancia cuando sigue sus métodos. Las ideologías o los sistemas de pensamiento pueden ser personajes o incluso protagonistas de una novela, como sucede, por ejemplo, en Los demonios de Dostoyevski, una formidable disección espiritual de los nihilistas rusos, pero cuando el novelista observa la realidad a través de un prisma teórico, sustituye la intuición por la premisa recalentada.
La novela de tesis nos da gato por liebre porque sus autores creen conocer de antemano las leyes de la historia, los engranajes de la conducta o el sentido de la vida y la esencia de la novela no es ilustrar teorías, sino anteponerles un signo de interrogación. Cuanto más certeras y afiladas sean las preguntas de una novela, más rica será su aportación al conocimiento del hombre y su circunstancia histórica. Schopenhauer no era un teórico literario, pero como el meollo de su filosofía es el menosprecio de los conceptos (recipientes muertos de los que nada se puede sacar) y la alabanza de las intuiciones (organismos vivos con capacidad procreadora), formuló sin querer una regla de oro que ningún novelista o biógrafo debería ignorar: “La verdadera sabiduría no se consigue midiendo el mundo ilimitado, o sobrevolando el espacio infinito, sino investigando exhaustivamente a cualquier individuo en un intento por descifrar su verdadero ser”.
Hoy en día, cientos de novelistas predican por doquier el evangelio de la corrección política y obtienen por ello coronas de hojalata, sin tomarse la molestia de calar hondo en el alma de individuos concretos, una tarea que tal vez los haría pasar de la fe a la duda. El proverbial compromiso político del escritor ha engendrado su propia caricatura, pero hay un antídoto infalible contra esa avalancha de mediocridad: releer a los escritores comprometidos que nunca transigieron con el pensamiento fósil. El mes pasado, la Fiesta del Libro y de la Rosa que organiza cada año la UNAM me invitó a participar en un homenaje póstumo a Mario Vargas Llosa, y con ese motivo releí, maravillado, algunas de sus mejores novelas. Como todo el mundo sabe, Vargas Llosa fue un gran admirador de Jean Paul Sartre, el patriarca de la literatura comprometida. Socialista en su juventud, a principios de los 70 firmó un desplegado en protesta por la tortura física y psicológica que padeció en Cuba el poeta Heberto Padilla, un disidente del régimen castrista obligado a renegar de sus críticas a la dictadura con métodos idénticos a los que Stalin empleó en los procesos de Moscú. Etiquetado por los acólitos de Fidel como un lacayo del imperio yanqui, a partir de entonces Vargas Llosa enarboló la causa del liberalismo con la pasión de un converso.
Expresar opiniones impopulares en los círculos universitarios no beneficia a ningún escritor, y a Vargas Llosa quizá le costó perder un buen número de lectores. Con motivo de su muerte, infinidad de haters lo maldijeron en las redes sociales, pero nadie podrá encontrar lineamiento ideológico alguno que funcione como eje rector de la trama, ni en sus novelas de juventud, ni en las de madurez. La razón es muy simple: Vargas Llosa fue un intelectual comprometido a la manera de Sartre, pero al mismo tiempo, un aventajado discípulo de Flaubert, el inventor del narrador invisible. Combinó esas influencias contradictorias con una originalidad que nadie había logrado hasta entonces. No utilizó jamás la ficción para hacer diatriba política, porque se había prohibido, desde La ciudad y los perros, mostrar la mano del titiritero que mueve a las marionetas.
Barajaba conceptos en sus artículos políticos, no así en la novela, donde las ideas cobran vida al pasar por el tamiz de los sentimientos. Nada chirría en la tesitura emocional de sus personajes, porque los dejaba existir sin determinismos empobrecedores. En ese reino de la intuición, la verdad subjetiva encerrada en la vida de cualquier ser humano brota de la pregunta, nunca de la certeza. Por eso sus mosaicos existenciales atrapan el espíritu de una época mejor que ninguna disertación. De hecho, novelas como La fiesta del chivo son o deberían ser lectura obligada para los marxistas que estudian las épocas negras de la historia hispanoamericana, al igual que las novelas de Balzac, un escritor monárquico, ayudaron a Marx y Engels a entender la relación entre el poder político y el económico en la Francia de Luis XVIII y Luis Felipe de Orleans.
Cuando nadie recuerde ya las escaramuzas políticas libradas por Vargas Llosa, los lectores del mundo entero seguirán admirando su genio, irreductible a cualquier doctrina.