Se supone que la felicidad es la meta suprema de la existencia, pero nadie sabe con precisión en qué consiste ni cómo alcanzarla. Prima hermana de la gloria celestial, promete un bien más codiciado aún: el paraíso en la tierra. Aunque los cínicos irredentos la menosprecian de dientes para afuera, en el fondo de su alma reseca ninguno puede renunciar a ese anhelo, pues como bien dijo Oscar Wilde, “el cinismo es el día de descanso del sentimentalismo”. Según Fernando Savater, “la felicidad es el ideal más arrogante, pues descaradamente asume que tacharla de imposible no es aún decir nada contra ella. Imposible, pero imprescindible”.
Por su carácter huidizo, la felicidad se escapa fácilmente de nuestras manos y sólo descubrimos que la poseíamos cuando ya la hemos perdido. En el mejor de los casos funciona como un amuleto contra la depresión o un acicate para seguir viviendo, pero un ideal tan venerado suele propiciar la impostura. Se ha vuelto casi obligatorio proclamarse feliz para no hacer un mal papel en sociedad, como si la tristeza fuera una peste. Por eso mueven a risa las encuestas en que los pueblos más subdesarrollados de la tierra se declaran más felices que sus avinagrados rivales del primer mundo. El triunfalismo lo distorsiona todo, y sólo cada persona sabe en su fuero interno si de verdad logró sacarle jugo a la vida.
En su juventud Jorge Luis Borges fue un crítico acérrimo de la felicidad edulcorada. En el ensayo El idioma de los argentinos tachó de ridículas, vulgares, decepcionantes o insípidas las representaciones de la felicidad en el budismo, en el Corán y en el “Elogio de la vida retirada” de Fray Luis de León. Llegado a la vejez dio un giro de 180 grados y tuvo la valentía de reconocer: “He cometido el peor de los pecados que un hombre puede cometer: no he sido feliz”. Una confesión tan dolorosa denota cierta proclividad al tango, y sin embargo, no creo que buscara despertar la compasión del lector: más bien siguió la premisa kafkiana de emplear la escritura como un hacha que rompa el mar helado de la insensibilidad. Pero como Borges no era un filósofo sistemático, sino un poeta contradictorio, en una entrevista posterior suavizó su lamento: “Buscar la serenidad me parece una ambición más razonable que buscar la felicidad. Y quizá la serenidad sea una forma de felicidad”. ¿Se fue acercando a un concepto más o menos budista de la felicidad, en el que la supresión del deseo abre las puertas del nirvana, o con ese viraje suavizó un drama íntimo que no quería ventilar?
No sé si Borges de verdad se haya sentido absuelto de su “peor pecado”; tal vez buscó en la serenidad un sucedáneo de la felicidad erótica, pues fue asexual toda la vida, y sólo se enamoró platónicamente de algunas mujeres, a las que nunca se atrevió a tocar. Pero tal vez no andaba tan errado al equiparar esos dos estados del alma. En mi juventud nunca hubiera tomado en serio su elogio de la serenidad, pero ahora estoy dispuesto a creer, sin vuelos místicos de ninguna especie, que la serenidad puede ser un pasaporte a la felicidad, siempre y cuando sea un destino elegido: resignarse a ella, en cambio, no sólo es un lamentable autoengaño, sino la antesala de la desesperación. No existe nada parecido a la infelicidad serena: aspirar a esa quimera es creer en la pureza del agua estancada.
Sólo puede buscar una serenidad desasida de la carne quien mantenga viva su intuición de lo sagrado (los detestables sermones que me recetaron los padres jesuitas del Instituto Patria mataron la mía en la primaria). Para el resto de los mortales, la ruta a seguir es la filosofía epicúrea, que también identifica la serenidad con la felicidad, pero en vez de buscar la extinción el deseo, como el budismo, recomienda satisfacerlo. Epicuro creía que la virtud es inseparable del placer, y por eso los teólogos medievales abominaban de su doctrina. Pero no fue un filósofo amoral ni un promotor de la depravación: al contrario, la elevada moralidad de sus máximas consiste en aceptar los apetitos de del cuerpo, no tanto por la conflagración que producen, sino por la bienaventuranza del animal saciado. “Ningún placer es por sí mismo un mal. No es posible vivir con placer sin vivir sensata, honesta y justamente; ni vivir sensata, honesta y justamente sin placer”. Creía, pues, en la serenidad placentera, un ideal que hace pensar en la quietud posterior a una buena cópula.
Por supuesto, el epicureísmo es incompatible con las borrascas pasionales del amor loco y con la alteración sensorial provocada por los paraísos artificiales. La gente enganchada a las drogas duras o a las relaciones tormentosas persigue una felicidad sin serenidad, es decir, un espejismo opuesto al de Borges. La serenidad les parece la paz de los sepulcros, pero sólo en ella pueden hallar el estado de gracia que andan buscando.