Un escritor que ha dedicado varios años de trabajo a una extensa novela debería sentirse feliz cuando la termina, como los niños cuando llega la hora del recreo. De hecho, no hay mayor aliciente para una imaginación prisionera que romper sus amarras y volver a vagar sin rumbo, en busca de parajes desconocidos. De esos vagabundeos surgen a veces las mejores ideas, porque si bien la batalla con el lenguaje realiza los sueños, la fantasía vuela más alto cuando el pensamiento no le impone grilletes. Pero sucede con harta frecuencia que la recuperación del ocio creador viene acompañada de un virus maléfico: la depresión posparto. El vacío interior a veces duele tanto que su víctima puede despeñarse en el alcohol, o peor todavía, sucumbir a la tentación de emprender enseguida un nuevo proyecto literario, aunque no tenga ninguna necesidad expresiva. Muchos workaholics recurren a esa terapia ocupacional, y algunos logran la hazaña de incubar un huevo cada año. Más proclive aún a la neurosis productiva, Carlos Fuentes alguna vez declaró: “Este año voy a publicar tres libros”, y cumplió su amenaza. Por eso hay tantas plantas de utilería entre la selva de novedades editoriales, y los sufridos críticos literarios tropiezan a diario con libros superfluos cuya única y verdadera función es aliviar las angustias de sus autores. ¡De cuántas obras inanes y verborreicas pudo librarnos un antidepresivo recetado a tiempo!
Abultar la propia bibliografía es la mejor receta para no perdurar. De aquí se desprende una dura lección: sin fuerza de voluntad ningún escritor lograría jamás terminar una obra, pero ¿hay algo más deleznable que una novela voluntariosa? Cuando los cronistas futboleros quieren compadecer a un delantero maleta, elogian su pundonor para correr sin descanso los 90 minutos. “No ha tenido suerte frente al arco —dicen— pero es un guerrero del área que pelea todos los balones”. Si de verdad la escritura creativa consistiera en un 10 por ciento de inspiración y un 90 por ciento de transpiración, como repiten a diario muchos atolondrados, las iluminaciones desempeñarían un papel secundario en el acto creador. Es verdad que el perfeccionismo exige una inquebrantable disciplina, pero sin el hallazgo imaginativo que precede a la escritura, de nada sirve fatigarse peleando balones. Por supuesto, un autor puede sobrestimar sus ideas, engañado por el amor propio, y confundir el cobre con el oro, pero cuando se pone a trabajar antes de concebirlas, acaba sepultado bajo una montaña de hojarasca.
Los sabios de los pueblos prehispánicos advirtieron ese peligro y denostaron a los poetas que ordeñaban el ingenio para componer cantos. “El que nacía en Uno Flor —cuenta Miguel León Portilla en La filosofía náhuatl—, llegaba a ser amante del canto, comediante, artista. Vivía alegremente y era digno de sus dones en cuanto se amonestaba a sí mismo y dialogaba con su propio corazón. Pero el que no se percata de esto, acaba con su felicidad, la pierde, desperdicia totalmente su destino, se vuelve petulante, poeta que imagina y crea cantos, artista del canto necio y disoluto”. Hay aquí un radical menosprecio de la voluntad creadora que probablemente nadie podría sostener hoy en día. En aquellas cofradías de poetas, versificar sin haber recibido un soplo divino significaba cometer un fraude. Pero desde entonces había impostores que falsificaban el impulso lírico, y quizá gozaban de prestigio entre los incautos, pues los sabios los combatían en la palestra pública.
Si aplicáramos al pie de la letra el arte poética de los mexicas, sólo sería posible escribir en estado de trance, como probablemente ocurría en las sesiones de flor y canto, donde los poetas invocaban a los dioses bajo los efectos del peyote, los hongos, o el poyomatli. Pero ante los abusos de la mercadotecnia editorial, que pretende sustituir la génesis espontánea por la fecundación in vitro, urge reivindicar los fueros del arrebato como requisito primordial para tomar la pluma. De hecho, la madurez literaria quizá consista en eludir las trampas de la voluntad, aceptando los periodos de sequía, por largos y desesperantes que sean, cuando un cerebro exhausto se niega a emitir destellos. Un escritor agnóstico o ateo quizá tenga más dificultad para aceptar que sólo es un instrumento del ser supremo o el inconsciente colectivo, pero si no se resigna a ese papel subordinado, la neurosis puede aniquilar su imaginación. La infinita paciencia de Juan Rulfo para esperar un dictado que nunca volvió a escuchar después de traer al mundo sus breves obras maestras debería ser una regla de oro para todos los escritores, aunque tal vez nos volvería locos. La depresión postparto, en su caso, duró varias décadas, pero haberla soportado en silencio fue quizá la mayor prueba de su grandeza.
* Autor de Lealtad al fantasma