“El deportista juega con apasionada seriedad, entregado totalmente y con el coraje del entusiasmo, pero juega y sabe que juega”, expresa el historiador holandés Johan Huizinga en su libro Homo Ludens....
El mundo y sus urgencias ocurrían, pero Gil insistía en las competencias de los Juegos Olímpicos. Así se estrelló con un clásico de Johan Huizinga, Homo Ludens. (Traducido por Eugenio Imaz. Alianza Editorial, 2021). Aquí vamos.
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Cuando se vio claro que la designación de homo sapiens no convenía tanto a nuestra especie como se había creído en un principio porque, a fin de cuentas, no somos tan razonables como gustaba de creer el siglo XVIII en su ingenuo optimismo, se le adjuntó la de homo faber. Pero este nombre es todavía menos adecuado, porque podría aplicarse también a muchos animales el calificativo de faber. Ahora bien, lo que ocurre con el fabricar sucede igual con el jugar: muchos animales juegan. Sin embargo, me parece que el nombre de homo ludens, el hombre que juega, expresa una función tan esencial como la de fabricar, y merece, por lo tanto, ocupar su nombre junto al de homo faber”.
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El juego es más viejo que la cultura; pues, por mucho que estrechemos el concepto de ésta, presupone siempre una sociedad humana, y los animales no han esperado a que el hombre les enseñara a jugar.
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Todo juego significa algo. Si designamos al principio activo que compone la esencia del juego «espíritu», habremos dicho demasiado, pero si le llamamos «instinto», demasiado poco.
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Ningún análisis biológico explica la intensidad del juego y, precisamente, en esta intensidad, en esta capacidad suya de hacer perder la cabeza, radica su esencia, lo primordial. La razón lógica parece darnos a entender que la naturaleza bien podría haber cumplido con todas estas funciones útiles, como la descarga de energía excedente, relajamiento tras la tensión, preparación para las faenas de la vida y compensación por lo no verificable, siguiendo un camino de ejercicios y reacciones puramente mecánicos. Pero el caso es que nos ofrece el juego con toda su tensión, con su alegría y su broma.
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Las grandes ocupaciones primordiales de la convivencia humana están ya impregnadas de juego. Tomemos, por ejemplo, el lenguaje, este primero y supremo instrumento que el hombre construye para comunicar, enseñar, mandar; por el que distingue, determina, constata; en una palabra, nombra; es decir, levanta las cosas a los dominios del espíritu. Jugando fluye el espíritu creador del lenguaje constantemente de lo material a lo pensado. Tras cada expresión de algo abstracto hay una metáfora y tras ella un juego de palabras.
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El juego se aparta de la vida corriente por su lugar y por su duración. Su «estar encerrado en sí mismo» y su limitación constituyen una de sus características. Se juega dentro de determinados límites de tiempo y espacio. Agota su curso y su sentido dentro de sí mismo.
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El juego cobra inmediatamente sólida estructura como forma cultural. Una vez que se ha jugado permanece en el recuerdo como creación o como tesoro espiritual, es transmitido por tradición y puede ser repetido en cualquier momento, ya sea inmediatamente después de terminado, como un juego infantil, una partida de bolos, una carrera, o transcurrido un largo tiempo. Esta posibilidad de repetición del juego constituye una de sus propiedades esenciales. Cada juego tiene sus propias reglas. Determinan lo que ha de valer dentro del mundo provisional que ha destacado. Las reglas de juego, de cada juego, son obligatorias y no permiten duda alguna: Paul Valéry ha dicho de pasada, y es una idea de hondo alcance, que frente a las reglas de un juego, no cabe ningún escepticismo. Porque la base que la determina se da de manera inconmovible. En cuanto se traspasan las reglas se deshace el mundo del juego. El silbato del árbitro deshace el encanto y pone en marcha, por un momento, el mundo habitual.
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El deportista juega con apasionada seriedad, entregado totalmente y con el coraje del entusiasmo. Pero juega y sabe que juega. El actor se entrega a su representación, al papel que desempeña o juega. Sin embargo, juega y sabe que juega. El violinista siente una emoción sagrada, vive un mundo más allá y por encima de lo habitual y, sin embargo, sabe que está ejecutando o, como se dice en muchos idiomas «jugando» (to play). El carácter lúdico puede ser propio de la acción más sublime.
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Todo es muy raro, caracho, como diría Montesquieu: “El deporte gusta porque halaga la avaricia, la esperanza de poseer más”.
Gil s’en va