Gil caminaba sobre la duela de cedro blanco. Pasaba la mirada por los entrepaños de sus libreros en busca de algo, de sabe qué. Y brilló al fondo un viejo libro que siempre apreció: El cine es mejor que la vida (Cal y Arena, 1990) de Emilio García Riera, autor de la monumental Historia Documental del Cine en México, pero además, prosista de toques magníficos, narrador notable, y Gil no sabe exagerar. Para botón, unas muestras. Aquí vamos.
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(…) contaré el reciente diálogo de dos intelectuales ante un documental sobre el lascivo Elvis Presley: “En los sesenta se liberó el cuerpo”, comenta el primero; “Sí, pero no el de uno”, responde el segundo, que podría ser yo.
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(…) mi idea del teatro se resume en la imagen siguiente. Se abre el telón y aparece una mucama limpiando con un plumero los muebles de una simulación de casa de rico; vestida con uno de esos uniformes de servidumbre alquilados y no sé si inventados por Tostado, la mujer mira de pronto al público y dice con mucha intención: “Los señores llegaron muy tarde anoche”. En eso, entra por una puerta, o baja por una escalera, mejor, Dolores del Río con elegante bata; se lleva la mano a la cabeza y dice: “Ay, qué jaqueca”. El público aplaude la entrada de la actriz y doña Dolores, aliviada súbitamente de la jaqueca, agradece sonriente, con una inclinación, los aplausos. Cuando estos terminan, vuelta a la jaqueca y etcétera, y yo me salgo a fumar un cigarrillo.
Claro, ya sé que existen Shakespeare, y Calderón, y Strindberg, y Chéjov, e lbsen, y lonesco, y Brecht, y Gurrola. Pero, por lo general, al buen teatro he preferido leerlo que verlo representado, y, en el cine, se me hace mil veces más verosímil, convincente y emocionante la imagen de John Wayne aplastando a un caballo que la de Laurence Olivier en el papel de Hamlet.
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No, no creo en realidad que Jomí esté en el cielo, ni que lo estén tampoco los demás muertos de mi vida, porque nada ha logrado alentar en mí la más mínima creencia religiosa. He aquí lo más cerca que he estado de una intuición metafísica: un día, al afeitarme, detuve de pronto mi “rastrillo” en una mejilla aún enjabonada y me pregunté cuántas veces llevaba ya cumplido en mi vida ese rito mecánico y matinal; hice cuentas: unas 17 mil veces, cuando menos; bueno, me dije entonces, y si llego a las 25 mil afeitadas, ¿quién me premiará? ¿Dios o Gillette?
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Todavía hoy, cuando me aburren tantas películas, algo profundo en mí se agita con felicidad al comenzar la proyección en la sala. Puede ser, entonces, que el cine se ligara para mí desde siempre a una sensación de acceso a la vida, pero esa justificación de una cinefilia que se alimenta desde la infancia con tan oscuras razones luminosas resulta demasiado teórica e incomprobable. Por un tiempo, preferí explicar mi afición infantil al cine con la complacencia quejumbrosa que el adulto sentimental invierte en la visión del niño que fue. Así, quería dar a entender que mi infancia había sido desgraciada desde el momento en que preferí el cine a la realidad.
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No soy un proselitista del psicoanálisis. Es más: me fastidian, a estas alturas, todos los proselitismos, incluidos el de los Adventistas del Séptimo Día, el de los boy scouts, el de los vegetarianos, el de los alópatas, el de los homeópatas y el de cualquier formación política. Me tienen sin cuidado, con todo respeto, las teorías del doctor Lacan, y aun las del doctor Freud, y me aburre sobremanera la manía, tan frecuente en argentinos y otros cultos, de “interpretar” un estornudo como una prueba de las ganas que tuvo uno de sodomizar a su tío.
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(…) trataba yo de seguir en algo la corriente política e ideológica de la izquierda a la moda, pero sintiéndome, en el fondo, incómodo y ajeno a los valores, comúnmente manejados, que propiciaron un intragable lenguaje “semiótico” (el fonema y el enema, como decía Álvaro Mutis), y toda esa jerga con temáticas, problemáticas, organigramas, parámetros, por el que había que implementar e incidir, y otras cosas raras. Había que ser “científico”, vamos, y yo sentía que, de descuidarme, perdería de vista el único móvil serio de mi interés por el cine: el placer.
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Esa es una de las pocas cosas en las que los años me han vuelto algo intransigente: opino hoy que el buen cine o es divertido o no es.
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Como todos los viernes, Gil toma la copa con amigos verdaderos. Mientras el mesero se acerca con la charola que soporta la botella de Grey Goose, materia prima de los Gansos Salvajes, Gamés pondrá a circular por el mantel tan blanco la frase de Alfred Hitchcock: “El cine no es un trozo de vida, sino un pedazo de pastel”.
Gil s’en va