La sonrisa de una mujer rota

León /

No estoy aceptando las cosas que no puedo cambiar, estoy cambiando las cosas que no puedo aceptar.

Ángela Davis, activista política

Ya no existe un siempre

No puedo creer que esa mujer sea Magdalena. Imposible que sea ella, deberá de tratarse de una coincidencia. Esa mujer que a distancia es dueña de un gesto afable debe estar esperando a otra persona, no a mí. La cotidianidad nos dice que suelen ocurrir todos los días citas de varias personas en una misma calle y banqueta a la misma hora. En mi involuntario y habitual soliloquio, casi puedo asegurar que no es Magdalena. Y no podría serlo. Hasta esa mañana eso creía. Después de nuestro encuentro en mi cabeza ya tienen cabida otras posibilidades. ¡Una madre de familia con una historia como la de ella no puede ser dueña de esa sonrisa!, me repetía una y otra vez. ¡Me está sonriendo y con su mirada me ubica afablemente! Yo creo que no es ella ¡Seguro que no lo es!

Aquella mañana yo tenía una cita con María Magdalena Velarde Tepos, una mujer originaria de la Ciudad de México e hija de madre poblana y padre guanajuatense. Adicional a su origen lo que de ella sabía era que había sido víctima de una realidad retadoramente inenarrable, apenas en el 4 de enero del 2014 su hija Fernanda de 18 años había sido asesinada, a este crimen se sumaría el 28 de mayo de 2017 el asesinato de sus dos hijos: José Alberto y Daniel de 26 y 24 años. En menos de tres años sus únicos tres hijos habían sido asesinados en un territorio compartido y condiciones vinculantes con la violencia familiar que vivió Fernanda. A la fecha de la entrevista no había nadie sentenciado todavía, ni siquiera detenido, solo carpetas de investigación con nombres y presuntos señalados, casi cinco años en busca de respuestas y una justicia que cuando llegue, difícilmente será justicia. Con estos antecedentes, esa sonrisa no podía ser la de Magda.

A quien yo espero es a “Magda”. Así he escuchado que la nombran algunas compañeras. Una mujer que hasta entonces yo solo había visto por televisión y en redes sociales en su andar de denuncia, exigencia y marchas en el que no se suele sonreír, no hay espacios ni treguas para hacerlo. De hecho, en la mayoría de las entrevistas había repasado su rostro, casi nunca se mostraba completo

En mi imaginario yo esperaba a una mujer con un rostro y cuerpo gritando dolor en cada gesto, había construido en mi cabeza la imagen de una mujer casi anciana a pesar de que los medios refieran que apenas rebasaba los 50 años. No era la edad física a la que apelaba mi confundida imaginación, sino a la magnitud de las tragedias que representaban cada pérdida. Hasta entonces había podido verificar que el dolor, la tristeza, la ira, la impotencia modifican alma y cuerpo indefectiblemente a quienes las padecen, en el caso de Magda no pondría en duda el dolor, los daños, las afectaciones no visibles. Solo me atrevo a destacar su afable temple. En psicología le llaman resilencia, con el tiempo he aprendido que esto va más allá de una “capacidad” de superar o adaptarse, es algo superior hay dolores tan grandes que no me atrevo a sentirlos, parece decir el cuerpo de Magda.

Al estar paradas frente una de la otra, esa mujer de quien venía especulando su identidad confirmo es Magda, la misma que mantiene la sonrisa que me comparte con un cálido abrazo, ese es nuestro primer acercamiento. Para ese momento, mis preguntas iniciales, la que tenía preparadas para esta entrevista ya habían cambiado, su sonrisa modifico el guión.

Toda una vida pasada

“Tengo 50 años”, es la primera expresión de Magda. Lo dice fuerte y claro, aunque se siente obligada por la honestidad a dar una explicación ‘...desde el día que mataron a mis dos hijos –los varones– ya no cumplo años, porque ese día, 28 de mayo, es mi cumpleaños. No hubo festejo porque yo los estaba enterrando… Desde esa fecha decidí que ya no habría más cumpleaños”. Con 54 años de edad su consigna es que con el asesinato de sus dos hijos el tiempo se detuvo, aunque siga la vida en curso.

A los 24 años Magda ya había sido madre de José Alberto. Al corto tiempo llegarían Daniel y Fernanda a completar el proyecto de familia que se habían trazado Magda y su esposo Roberto. En aquellos ayeres vivían en el Estado de México. Ella era ama de casa y juntos abrieron un negocio familiar que les permitía mantener cercanía entre los integrantes, al tiempo de tener ingresos. Adicionalmente, Roberto trabajaba fuera de casa. Hoy, a sus 57 años, lava lozas en restaurantes.

Tres hijos distintos, cada uno con sus características, es en este momento al escuchar las descripciones que Magda da de cada uno cuando me percato en su discurso de una vigente culpa al hablar de Fernanda “mi hija era de la escuela a casa y de casa a escuela…no sé cómo se embarazo a los 15 años…yo pensé que había formado a una hija fuerte e independiente, con el tiempo me di cuenta que no fue así”. Esta expresión es la que abrirá la pauta para comenzar a abordar la relación violenta que a su corta edad Fernanda, de entonces 15 años, tuvo con el padre de sus hijos.

“Vengo por ella”, fue el aviso que a manera de amenaza la pareja de Fernanda, en compañía de su familia, anunciaron a Magda y Roberto. Con ello, la anticipada negativa de que “no iban a permitir que siguiera estudiando, se quedaría a cuidar del bebé”.

A pesar de la oposición de la familia de Fernanda, ambas consignas con el tiempo se cumplirían. Maltrato, golpes en privado y público comenzarían pronto. La familia de Fernanda lo ignoraba; en tanto. la familia de él era cómplice y testigo. La distancia entre la familia de Fernanda y la de su pareja, donde se estableció el hogar conyugal, era una cuadra; sin embargo, se frecuentaban poco y ella negaba toda situación negativa a los ojos de su madre, hasta que le fue imposible.

Separaciones, regresos, conflictos y reconciliaciones, el circulo de la violencia donde un factor determinante era la intervención de la familia de él. Una familia tan violenta y tóxica como él. Las hojas vienen del árbol. “Mi hija regresaba a casa…pero regresaba con él. No sabía cómo ayudarla, cómo convencerla. Yo me molestaba, pero al final no podía retenerla. Se casaron en octubre de 2011. Todo fue mal hasta el 4 de enero del 2014, día en que la mataron. Lo trató de denunciar, jamás le hicieron caso, así es en el Estado de México”.

“Cada mañana yo iba a su casa por ella. Ese día fue la excepción. Yo estaba en mi domicilio esa mañana. Una de las tías de él me llama y me pregunta por mi hija ¿no ha ido a tu casa? Me mandaron a preguntarte, porque desde temprano se salió y dejo al bebé con su papá. Nos preocupa dónde puede estar. En ese momento me preocupé, ella nunca dejaba al niño con su papá, lo traía conmigo. Momentos más tarde me avisarían que afuera del domicilio de mi hija había patrullas”.

A partir de ese momento, todo lo demás son un conjunto de arbitrariedades y aberraciones. A la familia materna no les permitirán entrar al domicilio, se le impedirá reconocer el cuerpo tanto en la casa como en el Ministerio Público. Esa facultad se la dan a su suegra. En medio del caos, un ministerial se acercará para anunciarle “póngase ****, van a querer decir que su hija se suicidó”. A manera de sentencia así fue.

La línea de investigación por cuatro años fu suicidio hasta que el caso es tomado por el Observatorio Ciudadano Nacional de Feminicidio (OCNF), cuatro años para una reclasificación de delito, de suicidio a feminicidio. Ella podrá ver a su hija hasta el ataúd, ahí se dará cuenta que hija tiene la nariz rota, piernas cortadas, golpes en diferentes partes del cuerpo. Ella no pudo haberse suicidado, un suicida no se hace esto.

No hay fotografías, ni evidencias de la habitación, del cuerpo y de la forma en la que fue encontrada Fernanda. No las hay en ninguna parte de la investigación. “Yo sé que las desaparecieron”, afirma. La hipótesis del suicidio tiene como único sustento el discurso arbitrario de las autoridades. Con los resultados de la necropsia se enterarían que Fernanda tenía cuatro meses de embarazo, era un varón.

Sígale moviendo a la carpeta y habrá más muertos en su familia, comenzaron a llegar las amenazas contra Magda y su familia. Los cuestionamientos contra la autoridad no cesaron. Había señalados puntuales. El esposo de Fernanda el principal. El hijo de ambos sería entregado inicialmente a la familia materna. En aquel momento era un bebé de 1 año 10 meses. Al tiempo será restituido al padre quien se mantuvo en calidad de inocente. Incluso él inició la carpeta. El menor sigue con su papá y su familia. Magda tiene acceso a él solo cada 15 días. Con este “acuerdo” el sufrimiento tiene un permanente continuo.

Nueve meses después del asesinato de Fernanda, en septiembre 2014, deberán dejar el que había sido su hogar. Las amenazas aumentaron. Ya no había condiciones. La autoridad no atendía ni lo primordial. A la fecha Magda, su esposo y nietos son una de las tantas familias desplazadas por exigir justicia por feminicidio.

En el año 2017, los hijos de Magda regresarán a Izcalli, el lugar de los hechos, el que alguna vez había sido su hogar y que habían dejado obligados. El regreso les costaría la vida. “Fueron levantados, les hicieron todo…todo lo que no puedo ni nombrar”.

“Si sé lo que pasó con mis hijos, saben y sé, con la autoridad, lo que ocurrió; pero no hacen nada… Dicen que yo todo lo quiero vincular, pero son incapaces de darme otras respuestas. Aun así, tengo esperanza. Hubo un cambio en el gobierno. Sí tengo esperanza… Si veo que en un año o dos nada ha pasado, entonces no hubo cambios”.

Al asesinato de sus hijos, Magda y Roberto se quedaron a cargo de los dos hijos de José Alberto hoy de 8 y 5 años, cuidan de ellos de tiempo completo, manutención y crianza son su responsabilidad elegida.

“No tengo dinero para pagar abogados. A veces ni para los pasajes para ir Toluca a revisar los casos o para llevarles flores a mis hijos. Vivo en la Fiscalía y debo cuidar de mis nietos. Ningún caso se ha resuelto. Ahora lo único que me preocupa es morirme. ¿Quién cuidaría de mis nietos y quien exigiría justicia? Yo me puedo morir”.

No hay momento de nuestra conversación en que Magda no mantenga esa voz cálida y ese gesto que invita a escucharla con inmensa empatía e indignación. Tomaremos algunas tazas de té. Los siguientes días no podré dejar de pensarla y admirarla. Una mujer rota que camina y sobrevive con una sonrisa, sí es posible.


  • Iovana Rocha
  • Activista insistencialista, feminista de lo cotidiano y aprendiz de la prosa intimista. Escribo sobre las historias de vida de las otras mujeres como un acto de justicia y transgresión.
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