Desearíamos, pero no podemos, proteger de todo mal a los que amamos. Y cuando suena por ellos la sirena de la ambulancia o les acecha el peligro, descubrimos que no es posible hacer nada apenas, salvo quedarse cerca y llevar la carga de todo con el inerme corazón.
El poeta griego Simónides expresó estos sentimientos en unos delicados versos que todavía conmueven. Cuenta una leyenda que la joven Dánae había sido encerrada por su padre el rey en una torre donde era inaccesible a los hombres, pues según un oráculo, el hijo que ella daría a luz mataría a su abuelo. El dios Zeus se sintió atraído por la prisionera y la hizo suya en forma de lluvia de oro. Cuando ella dio a luz a un niño y el rey lo supo, encerró a madre e hijo en un cofre y ordenó lanzarlo al mar. Simónides nos lleva al interior del frágil baúl que flota entre las olas sacudido por el viento. El niño duerme y Dánae le canta mientras la tempestad y la muerte se ciernen alrededor del arca. Poco a poco, sin que ella se dé cuenta, la nana se convierte en una dulce plegaria: “¡Ah, hijo, qué angustia tengo! Pero tú duermes como niño de pecho. No te inquietas por la ola que lanza sobre tu cabeza la espuma marina, ni por el bramar del viento. Pero, te lo ruego, duerme, niño mío. Y duerma el mar y duerma la inmensa desgracia. Y venga un cambio, padre Zeus, de ti”. Así, en la penumbra azul oscuro de un cofre que también es una cuna zarandeada por el mar embravecido, en la primera maternidad de la literatura occidental, una voz apesadumbrada se eleva para pedir que la furiosa desgracia deje con vida al ser amado.