¿Nos fascina más el pasado o el futuro? El pasado, habrían contestado sin dudar griegos y romanos de la Antigüedad. Añoraban la Edad de Oro, una época en la que reinaban la justicia, la bondad, la salud y la abundancia. Solo las leyendas conservaban el recuerdo de ese periodo magnífico, el paraíso perdido de los paganos. Los antiguos creían que después se sucedieron la Edad de Plata, la Edad de Bronce y la Edad de Hierro, en un proceso de deterioro imparable. Según sus tradiciones, el paso de los siglos había causado una degeneración gradual, devastando el Edén primigenio y sembrando los males que hoy abruman al ser humano: la codicia, la miseria, la enfermedad y el dolor. Toda esperanza de mejorar consistía en imitar y en revivir las glorias pretéritas. La novedad, en cambio, se miraba con desconfianza, y la innovación se disfrazaba de tradición recuperada. Esta forma de ver el mundo empezó a cambiar en el Renacimiento y se transformó durante la Ilustración. Había nacido la idea de progreso, que animaba a esperar tiempos mejores en el futuro. Desde entonces, las nuevas utopías miran hacia el porvenir. Las tradiciones han perdido prestigio y, cuando queremos alabar algo, destacamos su faceta original e innovadora.
Sin duda, ha sido un gran cambio histórico de nuestros ideales, pero permanece la idea del sueño inalcanzable: ahora, igual que en la época clásica, los tiempos felices parecen quedar lejos de nosotros. Y debemos tener cuidado ya que, empujado por la nostalgia del pasado o por la impaciencia del futuro, el hoy huye.