Hoy vivimos presididos por números y ya nadie se extraña de que cifremos en ellos nociones tan complejas como la economía de un país, la inteligencia de alguien o su identidad. Hace siglos Galileo afirmó que el libro del universo está escrito en caracteres matemáticos. Quizá es difícil imaginar una época en la cual la relación entre los números y las cosas no era evidente y estaba por descubrir. El primer paso lo dio un filósofo griego, Pitágoras, al darse cuenta de que la altura de los sonidos depende del largo de la cuerda en vibración que los produce. Gracias a este hallazgo, los intervalos (cuarta, quinta, octava…), hasta entonces percibidos solo por el oído adiestrado del músico pero imposibles de comunicar a otros, se pudieron expresar en forma de relaciones numéricas claras y precisas. Nadie había sospechado antes que algo tan espectral como el sonido tuviera reglas y se pudiera convertir en ciencia. Emocionados, los pitagóricos se dejaron llevar por la magia de esta revelación y creyeron que todo se puede reducir a números y música oculta. Identificaron, por ejemplo, la amistad con el número ocho, porque la octava es una clara expresión de armonía, y la justicia con el número cuatro, porque el concepto del talión (igual por igual) recuerda la formación de un número cuadrado.
Nosotros mismos conservamos la huella inconsciente de los pitagóricos cuando hablamos de armonía entre las personas, cuando nos referimos al concierto de las naciones o a la música celestial, pues los antiguos griegos nos descubrieron que nada hay mudo en el mundo.