En el patio del colegio se aprenden duras lecciones sobre la jungla humana. Los miembros más frágiles de la manada son señalados y sufren burlas: quienes tienen un defecto físico, los tímidos, los enfermos, los gordos, los feos, los débiles. Es la manifestación temprana de una fobia al diferente que aflora también en los comportamientos adultos, en ocasiones de forma trágica. Desde siempre, el miedo al otro es el semillero de ideas supersticiosas y de casi todas las persecuciones. Los negros albinos, víctimas en África de un siniestro comercio relacionado con prácticas de brujería, o los fenómenos de feria exhibidos a cambio de unas monedas en los antiguos circos ambulantes, son síntomas de una enfermedad de nuestra mirada.
En el remoto origen de las palabras, los términos latinos monstrare (apuntar con el dedo) y monstrum están emparentados: los monstruos son aquellos a quienes señalamos para diferenciarlos y, por tanto, los creamos nosotros. Al decir que alguien es raro, un miedo primitivo y una desconfianza atávica laten en la voz. Todavía no hemos aprendido a convivir con la fantástica diversidad humana. En efecto, la normalidad es una cuestión estadística y relativa, un disfraz que vestimos para ocultar nuestras propias extravagancias y que nos conduce a vivir encorsetados. Porque todos somos únicos, y eso es precisamente lo que tenemos en común.