Nos gustaría resolver los problemas con soluciones fáciles e infalibles. Pero en la vida pública y en la privada, los problemas graves son como nudos desesperantes, porque se estrechan y se cierran con fuerza, y cuanto más intentamos aflojarlos, más se aprietan.
Así lo entendieron los griegos de la Antigüedad y así lo contaron en una célebre anécdota sobre Alejandro Magno. En su ruta de victorias y conquistas orientales, a Alejandro le llegaron noticias de una leyenda local que hablaba sobre un carro de cientos de años de antigüedad conservado en la ciudad de Gordio, cerca de la actual Ankara. El yugo estaba atado con un nudo que nadie había sido capaz de deshacer. Estaba vaticinado que quien soltase el nudo gobernaría toda Asia. Se apoderó de Alejandro el deseo de probarse ante ese desafío. El nudo era de hilachas de corteza vegetal, y parecía no tener principio ni fin. Ante la mirada expectante de sus soldados, Alejandro tiró de las hebras e intentó aflojar las lazadas, pero el nudo seguía obstinadamente apretado. Temiendo una humillación que podría influir en el ánimo del ejército, Alejandro perdió la paciencia, desenvainó la espada y partió el nudo en dos, afirmando que ya estaba desatado. En los años siguientes, Alejandro conquistó un gran imperio asiático, pero murió sin tener apenas tiempo de gobernarlo. El territorio se fraccionó, desgarrado por la lucha entre los generales que aspiraban a ser sus sucesores. La leyenda del nudo gordiano cuestiona nuestra tendencia a creer que, frente a la maraña de las dificultades, dar un tajo puede ser un atajo.