Los niños enfadados cierran los ojos con fuerza, esperando que al abrirlos los irritantes adultos nos hayamos esfumado. Al parecer, los mayores reproducimos esa fantasía infantil de hacer desaparecer al que nos estorba. En nuestras tensas democracias, cada vez más gente vota para ver marchar —derrotado, incrédulo y ojeroso— al líder político que más detesta.
Esa rabia es tan antigua como la misma democracia. Los atenienses inventaron la forma más radical de referéndum: el ostracismo. Consistía en enviar a un exilio de diez años a un líder político por votación popular. Los ciudadanos en asamblea decidían a mano alzada, sin debate previo, si querían un ostracismo. Cuando el resultado era afirmativo, cada votante escribía el nombre de la víctima elegida en un cascote de cerámica —óstrakon, de ahí ostracismo— que metía en una urna. Si se alcanzaba un quórum de seis mil participantes, desterraban al más votado. Era una elección al revés, para excluir y no para elegir: el que ganaba, salía perdiendo. Tal vez la gente común se sentía poderosa castigando, pero esos desahogos no mejoraron la salud de una democracia en declive. En realidad, las facciones aristocráticas utilizaban el ostracismo para eliminar rivales y con sus riñas de gatos enfurecían todavía más a los atenienses corrientes. En la política de la ira, no hay victorias, solo grados de derrota.