Confundimos dignidad con bienes materiales. Asumimos, erróneamente, que contar con un patrimonio “y no necesitar de nadie” nos confiere respeto. Muchos jóvenes ahora tratan de generar bienes para no sucumbir a un patetismo insondable al que confinamos a las personas de la Tercera Edad.
En occidente asociamos los bienes materiales a la dignidad, como si todo se redujera a un cuerpo físico. Por ello la valía de cada uno disminuye con los años, porque nuestra sociedad asume que la apariencia y el vigor lo son todo.
En países como México, el mayor insulto no es que digan tarado, sino que te desdeñen por “viejo”, el sinónimo inexacto de la obsolescencia. Tratamos de paliar entonces el paso de los años con riqueza material, como si el dinero exorcizara los signos del tiempo.
Pero pasamos por alto que poseemos tres cuerpos: el material o capa superficial en el que siempre nos concentramos, el cuerpo mental que es un reducto donde viven la imaginación e ideas, y el cuerpo espiritual o nexo con Dios.
La alusión a los tres cuerpos tiene sentido cuando hablamos de nuestro último tramo de vida. Paradójicamente, a medida que envejecemos, comenzamos a adentrarnos en los pensamientos, imaginación y emociones, pero también somos más conscientes de la presencia de Dios en nuestras vidas.
La verdadera riqueza parte de este conocimiento holístico de nosotros mismos. Reconfiguramos lo que asumimos desde siempre como cierto, abrazamos un nuevo disfrute de misión de vida.
El cortoplacismo que nos dominó durante gran parte de la existencia se modifica radicalmente, comenzamos a valorar los instantes, personas y hechos. Las experiencias se vuelven parte de nuestra riqueza mientras la percepción por los objetos y signos falsos de poder se diluyem.
En un momento de la vida, ya no coleccionas medallas y reconocimientos. Eres, aunque nadie parezca percatarse de ello. Incluso las nociones de poder se diluyen y en su lugar emergen preciosas certezas de la unicidad en cada ser del reino animal, vegetal y mineral. La frase “todos somos uno” comienza a cobrar sentido.
Se habla de dignidad como una red de bienes que se deben poseer para evitar la lástima. Pero dignidad es el “amor de Dios en cada ser”. La dignidad es la consciencia por aprender nuevas habilidades y a conocernos a nosotros mismos, la dignidad se vuelve servicio, es abandonar las candilejas para pasar la estafeta a otro, quizás con muchos menos años pero también con una gran necesidad de aceptación.
La vejez es no estar al pendiente del juicio de otros, abandonar lo que resquebraja el propio concepto, agradecer la oportunidad de lo vivido y aprender a cerrar círculos.
En la vejez nos rodea un aura de instantaneidad, de valoración del tiempo. Este resulta ya muy breve. Se quitan las ansias de querer pertenecer a determinados círculos porque ahora, lo que se privilegia, es el propio reconocimiento de quienes somos y del tránsito a convertir en lo que siempre deseamos.
Dignidad es darnos permiso para ser, sin paradigmas impuestos ni estigmas. Es asumir que poseemos tres cuerpos y tratar de que permanezcan en equilibrio.