Borges en una nuez

  • Ruta norte
  • Jaime Muñoz Vargas

Laguna /

No recuerdo el nombre del restaurante, pero sí, con claridad, la sensación que me produjo el buen ambiente de camaradería literaria que allí se respiraba. 

Era mayo de 2004, estaba a punto de cumplir cuarenta años y pasaría mi onomástico en San Miguel de Tucumán, a donde fui invitado para participar en un encuentro de escritores que se celebraría en la Universidad Nacional de aquella provincia argentina. 

Uno o dos días antes de que comenzara la actividad, mi amigo David Lagmanovich organizó algunas reuniones con escritores del lugar, quienes me demostraron afecto y gusto por escuchar mi acento de película mexicana.

Digo pues que la fiesta estaba en su apogeo de vino, cena y música, cuando ocurrió una suerte de pequeño milagro. Juan Pablo Neyret, escritor y periodista marplatense también invitado por David, pidió silencio a la concurrencia porque deseaba compartir un poema sobre el que hace algunos años escribí, pero sin contar esta anécdota. 

Caminó al micrófono de los cantantes y, sin más, ofreció de memoria los dos sonetos escritos por Borges y publicados en tándem con el título “1964” dentro del libro El otro, el mismo (1964). No existían los celulares con avances tecnológicos como los de hoy, así que yo llevaba cámara digital y una minigrabadora de audio, para lo que pudiera ofrecerse. 

Y se ofreció: mientras Juan Pablo decía (no declamaba, pues declamar ya era y sigue siendo una práctica obsoleta) los dos sonetos, alcancé a sacar la grabadora y pescar al aire algunos fragmentos de su voz, los últimos seis versos. 

Aquello fue un torrente de luz en medio de la noche.

Yo ya conocía las dos piezas de “1964”, pues la Obra poética (Alianza-Emecé, Madrid, 1975, 447 pp.) de Borges es un libro que conseguí en los noventa. 

Lo que no sabía era aquello que Juan Pablo me reveló al pasar los versos por el filtro de su garganta: que la perfección no sólo estaba en la escritura, sino en el sonido exacto que iban dejando sus acentos y sus rimas, la gestación de un clima melancólico a partir de las palabras hechas de tinta en algún libro, pero sin duda redimensionadas al adquirir forma sonora, tal y como era el canto (la poesía) antes de la invención de la escritura. “Estos versos nacieron para decirse, no para leerse”, pensé.

Es posible encontrar “1964” con toda facilidad en Google, así que sólo traigo aquí el segundo soneto, que me gusta más, valga la implícita e innecesaria comparación: 

“Ya no seré feliz. Tal vez no importa. / Hay tantas otras cosas en el mundo; / un instante cualquiera es más profundo / y diverso que el mar. La vida es corta // y aunque las horas son tan largas, una / oscura maravilla nos acecha, / la muerte, ese otro mar, esa otra flecha / que nos libra del sol y de la luna // y del amor. 

La dicha que me diste / y me quitaste debe ser borrada; / lo que era todo tiene que ser nada. // Sólo que me queda el goce de estar triste, / esa vana costumbre que me inclina / al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina”.

Lo que uno primero siente, de golpe, es el tono de la pieza. 

Ciertamente la voz poética se resigna al “goce de estar triste”, pero esa tristeza no es una aplanadora, sino una especie de sombra atenuada por la frase previa: 

“sólo me queda”, que supone una ganancia en medio de la derrota (de aquí que la tristeza sea un paradójico “goce”), como cuando en otro lugar el mismo autor afirma que el olvido es “una de las formas de la memoria”, es decir, una pérdida que también es una posesión. 

La afirmación inicial, contundente (“Ya no seré feliz”), tiene como inmediato amortiguador el “Tal vez no importa”, que así sea con dudas hace menos trágica la tragedia de haber sido centrifugado del amor.

Sé que este soneto dice mucho más de lo que yo puedo exprimir, pero creo que ni siquiera es necesario hurgar en su sentido, someterlo al microscopio; es suficiente con sentir su flujo por los tímpanos y atisbar el avance de su resignado apagamiento, su melancolía de tarde que se va haciendo noche.

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