El nombre Abelardo Castillo dirá poco en México, casi nada.
Es uno más de los muchos escritores latinoamericanos cuya obra quedó circunscrita a una patria, la suya.
Nació en la ciudad de San Pedro, provincia de Buenos Aires, Argentina, en 1935, aunque, como tantos allá, desarrolló su trabajo literario en la capital.
Decir que es un escritor con repercusión sólo argentina no es agraviarlo, pues ya se sabe que, salvo muy pocas excepciones, los escritores latinoamericanos a lo mucho alcanzan una fama endogámica, de fuste nacional, lo que por otro lado no es poco.
Lo leí por primera vez en 2005 gracias a un regalo de Juan Pablo Neyret, quien desde Mar del Plata me envió a Torreón los Cuentos completos de Castillo publicados por Alfaguara.
Las palabras que acompañaban el obsequio fueron muy generosas: Neyret escribió que me acercaba un escritor en el que yo encontraría ecos de mi trabajo, rasgos que seguramente me harían fraterno el tono de sus narraciones.
Fue una hipérbole amistosa, claro, pero tras leerlo confirmé que se trataba de un notable cuentista, un autor de microcosmos densos de desgarramiento humano, de almas abrumadas por el látigo de la existencia.
Por aquellos años yo seguía trajinando como profesor volante, y era una época en la que los alumnos aún ponían más atención a la clase que al celular.
No fueron pocas las aulas en las que, entre otros textos, introduje como parte del material de lectura algunos cuentos de Castillo, sobre todo dos que siempre funcionaron bien: “El candelabro de plata” y “La madre de Ernesto”, relatos en los que se advierte claramente una tesitura destoyevskiana, vidriosa, entre brutal y conmovedora, valga el oxímoron.
Autor de novelas, obras de teatro, ensayos, diarios, antologías, artículos e incluso algo de poesía, sospecho que el cuento es lo más apreciable de su producción.
Con tal lona recorrida, en 2005, a los setenta de su edad, publicó Ser escritor, libro de aproximaciones al oficio de leer y de escribir. No es un manual o, como los llamaban hace dos siglos, “preceptiva”, sino una serie de breves apuntes en los que aborda, destilada y asistemática, su experiencia literaria.
Así pues, es un libro de suyo interesante para quienes han elegido dedicarse, con o sin talento, a engarzar palabras cuyo fin es volverse arte.
Para quienes escriben, las observaciones de Castillo pueden servir como semáforos: ayudarán a seguir rutas de trabajo, advertirán sobre problemas inherentes al oficio y frenarán a quienes asuman con candidez algunos sobrentendidos sobre esta labor y sobre varios escritores.
Como es un libro armado con pedacería, de textos cortos y muchos hasta brevísimos, es fácil acarrear ejemplos.
Esto dice sobre “El culto del coraje”: “El culto del coraje en el tango y en nuestra literatura no es más que el subproducto de la reverencia natural, humana, que se tiene por lo heroico; que lo llevemos al plano del coraje gratuito, sólo significa que andamos escasos de épica en el sentido homérico”.
Dicho sea de paso, lo citado podría valer para explicar el culto actual a los héroes deportivos.
Un rasgo esencial de la buena narrativa destaca en “La historia subterránea”: “Ninguna historia cuenta una sola historia, ni en los libros ni en la vida. Pero, sobre todo en la literatura, si la historia subterránea no es en cierto modo la esencial no hay obra de ficción”.
Libros como Ser escritor —de notas sueltas, de apuntes rápidos y algo malhumorados— son gratos cuando provienen de alguien que ya se es Castillo, un escritor formado en la lectura permanentemente crítica, aquella que constituye la base del extraño, del traumático oficio de escribir.
Abelardo Castillo murió en Buenos Aires en 2017.