No será fácil. El gobierno de Andrés Manuel López Obrador deja a Claudia Sheinbaum logros sustanciales en varias materias; cimientos para seguir construyendo, afianzando, mejorando. Pero el tema del dinero no será uno de ellos. Por el contrario, en términos financieros su herencia es una pradera encendida.
Y es que el Presidente recurrió a una estrategia que solo puede usarse una vez: buscó hacer una derrama sustancial en favor de los de abajo sin quitarle a los de arriba, y para financiarlo no acudió a los mecanismos tradicionales con los que un gobierno popular se hace de recursos: no endeudó al país, no echó a andar la maquinita del dinero (lo cual habría provocado inflación), ni introdujo una reforma fiscal para aumentar la recaudación. ¿Qué hizo entonces para financiar los megaproyectos y, sobre todo, la enorme derrama que representan los programas sociales? Esencialmente el gobierno se comió a sí mismo. La 4T aprovechó todos los guardaditos, derroches y excesos, fondos de reserva, gastos y sueldos de burócratas, austeridad draconiana en varios sectores. En una frase, consumió la grasa acumulada a lo largo de décadas.
Pero ese modelo es irrepetible. Ni siquiera es conveniente conservarlo mucho tiempo. Se redujeron plazas y se disminuyeron los salarios, pero también se afectaron partidas destinadas al mantenimiento, a la prevención, a la renovación de equipos. Hay muchos aspectos en los que la administración pública mejoró con el cambio de régimen, pero hay otros en los que el presupuesto ha tocado hueso, y se nota. Claramente es visible en ciencia, tecnología, cultura, educación, deporte y muchos renglones de la inversión pública que escapan a los megaproyectos y prioridades de Palacio Nacional.
Tampoco ayuda a Claudia que en su último año López Obrador haya roto la disciplina fiscal que se había autoimpuesto y decidió ampliar el gasto por encima de los ingresos, con cargo al endeudamiento. Entendible porque necesitaba apurar la terminación de sus proyectos. Pero también era un cartucho de una sola vez, porque el gobierno mexicano no puede reincidir sin que ello provoque cambios en la calificación crediticia internacional, inestabilidad financiera y cargas futuras en el pago de intereses. En ese sentido, el sexenio de Claudia Sheinbaum nace obligado a lanzar una señal de prudencia y sujetar su gasto a los límites de sus ingresos corrientes. Enorme desafío para quien, al mismo tiempo, está obligada a responder a las muchas expectativas que genera la primera presidenta mujer y el llamado segundo piso de la 4T.
En suma, el de López Obrador es un modelo financiero que no puede ser repetido, incluso tampoco continuado. Pero lo que sí continua son los compromisos sociales ya contraídos: una derrama de casi 700 mil millones de pesos anuales, a los que se pretende añadir algunas decenas más por la ampliación de beneficios anunciados y las nuevas promesas en vivienda y educación, entre otras.
El futuro gabinete económico se hace ascuas para resolver la cuadratura de este círculo. Por un lado, se habla de que harán un recorte adicional al gasto público de cerca de 600 mil millones de pesos para afrontar las nuevas cargas. Pero no está claro de dónde podrían hacerse tales recortes si consideramos que la cobija, hoy mismo, ya resulta insuficiente para cubrir las responsabilidades del Estado con mínimos de eficiencia. Hay una apuesta importante en las estrategias de digitalización y reducción de trámites y procesos, y eso podría adelgazar salarios y gastos de diversa índole. Pero aún no han trascendido los detalles de estos programas de modernización administrativa, lo cual dificulta valorar la magnitud real de los ahorros previsibles.
Y menos aún queda claro de dónde podrían generarse ingresos adicionales. El gobierno de López Obrador consiguió aumentar la recaudación gracias al combate a la evasión y la eliminación del outsourcing. Pero parecería que futuros avances en este concepto serían marginales sin una reforma fiscal de por medio.
Sheinbaum ha dicho que no habrá aumento de impuestos, siguiendo la pauta establecida por López Obrador. Pero recientemente añadió un complemento que no debe pasar inadvertido: “no se está pensando en una reforma fiscal por el momento”. Podría interpretarse como una especie de “pero no lo descartamos más adelante”. Se especula que el equipo de transición ha venido trabajando opciones de misceláneas fiscales que permitan nuevos renglones de recaudación sin necesidad de una reforma “oficial”. Una especie de reforma fiscal sin que lo parezca.
El primer año de un nuevo gobierno nunca es sencillo. Por lo general se alcanzan ritmos de crecimiento discretos, cuando los hay; con frecuencia se trata del peor año del sexenio. En parte es resultado de la lenta activación de la inversión y el gasto público, reflejo del reacomodo de criterios y del ajuste del equipo entrante a sus nuevas responsabilidades; pero también a la cautela de los actores económicos, que prefieren esperar la dirección de los nuevos vientos antes de tomar decisiones de inversión importantes.
Sheinbaum ha tratado de minimizar esta “merma” sexenal mediante una agilización de los procesos de transición, de tal manera que la maquinaria de su gobierno arranque plenamente aceitada. No es casual que su gabinete económico haya sido anunciado con tanta antelación o que el secretario de Hacienda se haya quedado, al menos para el primer tramo sexenal. Son visibles también las múltiples señales enviadas a los mercados financieros y a los círculos empresariales para generar confianza y minimizar el impasse económico que caracteriza a los primeros meses.
Son tareas necesarias, pero ciertamente se requerirá mucho más que eso para conseguir los recursos para cubrir las obligaciones sociales ya contraídas y los nuevos proyectos de inversión. La exigencia de un pequeño milagro que pondrá a prueba al nuevo gobierno y mostrará de qué está hecha la presidenta y su equipo de trabajo.