En teoría, es buena señal que la presidenta de la Suprema Corte anuncie una investigación de los actos de su predecesor. La impunidad que caracteriza a la vida pública en México se alimenta en buena medida de la incapacidad de élites y dirigentes para indagarse a sí mismos. Por desgracia, en la investigación a los colaboradores del ex ministro Arturo Zaldívar hay tantas señales de sesgo y oportunismo político que una acción que, en principio tendría que ser bienvenida, termina generando sospechas. Peor, castiga aún más la comprometida imagen que tiene la opinión pública sobre la dudosa imparcialidad de las autoridades judiciales.
Según la Encuesta Nacional de Calidad e Impacto Gubernamental elaborada por el Inegi cada dos años y dada a conocer hace unos días, apenas 39.4% de los ciudadanos afirma tener confianza en jueces y ministros. En esencia, seis de cada 10 mexicanos no creen en la imparcialidad del Poder Judicial. Podría pensarse que se trata simplemente de un signo más de los tiempos de escepticismo e inconformidad que vivimos. Pero la comparación con otros actores políticos es lo verdaderamente preocupante. Como puede verse en la tabla adjunta, gobierno federal (59%), Guardia Nacional (65%), Ejército y Marina (71%) tienen mucha más credibilidad que ministros y jueces, por hablar solo de otras instancias del poder público. Y para mayor preocupación, lejos de aminorar el problema, continúa deteriorándose. Mientras que las tres instituciones citadas mejoraron respecto a la lectura anterior realizada en 2019 (mucho el gobierno federal, ligeramente militares y GN), la de los jueces descendió un punto.
No es cosa menor que los responsables de impartir justicia carezcan de legitimidad en una sociedad. Socava la confianza de los ciudadanos en sus instituciones y, muy particularmente, en la ley. Es alarmante que los brazos instrumentales o ejecutivos del poder (gobierno y fuerzas armadas) gocen de más credibilidad que los responsables de hacer las leyes (Poder Legislativo) y los encargados de hacer que se cumplan con equidad y justicia (Poder Judicial).
Un fenómeno que inevitablemente se asocia al desplome en los sentimientos democráticos de los mexicanos. Según Latinobarómetro, la institución que cada año pulsa este tema en nuestro continente, 61% de las personas se dice insatisfecho con la democracia. En México, 33% de los encuestados consideró preferible un gobierno autoritario a uno democrático, un aumento de 11 puntos con respecto al dato de 2020 (22%). Uno de los países con peor resultado en la materia en América Latina. Y no podría ser diferente si se tiene más confianza en los militares que en aquellos que hacen cumplir las leyes.
Lo que ha sucedido en los últimos años entre el Ejecutivo y el Judicial simplemente ha empeorado las cosas. Es cierto que en esta relación entre poderes hay una tensión creciente en el mundo por el llamado lawfare o guerra jurídica. El nuevo campo de batalla entre proyectos políticos divergentes en un país reside en los tribunales y ya no primordialmente en las elecciones. Es allí donde la oposición puede detener el modelo político, económico y social elegido por los votantes; y, del otro lado, donde el partido dominante puede hacer irreversibles los cambios, convertirlos en ley e imponerlos a las minorías. No es poco lo que se juega en esta trinchera.
Sin embargo, más allá de esta tensión inevitable, francamente me parece que los actores políticos han sido particularmente irresponsables. Puedo entender la frustración de López Obrador frente al uso político de tribunales para detener sus reformas, pero me parece que existían otras vías para enfrentarlo y no solo o principalmente la descalificación pública. El deterioro de la imagen del Poder Judicial, como un todo, lastima la gobernabilidad del país, responsabilidad del jefe de Estado en funciones.
La actual ministra Norma Piña tampoco sale bien librada de esta tensión. Puede explicarse el empeño en defender al Poder Judicial del embate discursivo del Presidente, pero poco ducha en materia política o en la arena pública, varias de sus intervenciones revelan un sesgo político, favorable a la oposición, que daña a la de por sí deteriorada imagen de la institución. La vasta investigación sobre el ex ministro, ahora consejero de la candidata de Morena, la difusión inmediata del nombre de los presuntos culpables a partir de una denuncia anónima y, sobre todo, la celeridad en la ejecución, muy “oportuna” de cara a los comicios, revela una lamentable sobrepolitización en su desempeño.
Y, para ser justos, también habría que decir que tampoco ayuda la militancia en favor de la causa obradorista mostrada por el propio Zaldívar, antes y después de su renuncia a la Corte. Desde su pretensión de reelegirse en la presidencia de la misma, contra el mandato constitucional, hasta renunciar anticipadamente para permitirle al Presidente la designación personal de su sustituto. Se ha dicho que tal renuncia buscaba acelerar la posibilidad de incorporar en la próxima administración al ex ministro y así ocupar cargos que exigen por lo menos dos años de separación. Quizá. Pero no hacía falta presentarse al día siguiente en la casa de campaña de Morena, aun antes de ser aceptada su renuncia por sus colegas. Desaseado por decir lo menos y parecido a lo que hizo Lorenzo Córdova, ex presidente consejero del INE transformado de inmediato en vocero de la oposición. Comportamientos que extienden, en retrospectiva, un velo de duda sobre su desempeño como responsables institucionales en el cargo anterior.
El pulso entre Poder Ejecutivo y Judicial es lamentable, pero comprensible. Lo que no se vale es que los actores políticos lastimen innecesariamente a instituciones que necesitamos sólidas, y que lo hagan por motivos cortoplacistas y de interés propio.