La maestra Elba Esther Gordillo e Isabel Miranda de Wallace tienen varias cosas en común. Un vertiginoso y exitoso encumbramiento en la vida pública, un uso faccioso y vengativo a partir del poder alcanzado y el deterioro abismal de su imagen hacia el final de su carrera. También comparten el hecho de que ambas fueron objeto de largas investigaciones de Ricardo Raphael plasmadas en Los Socios de Elba Esther (Planeta) y Fabricación (Seix Barral), respectivamente. Con 18 años de distancia entre ambos, los dos textos relatan la manera en que estas ambiciosas mujeres consiguieron posiciones de poder gracias a su habilidad para desplazarse en las esferas corrompidas de la vida pública: Gordillo en las filas sindicales del magisterio y Miranda de Wallace en las de la justicia (o la falta de ella).
La maestra fue hechura inicial de Carlos Salinas de Gortari que la convirtió en líder sindical por convenir a sus maquinaciones, aunque el resto es en buena medida un mérito de ella. Terminó creando un imperio político, fundando un partido (Alianza), controlando gubernaturas, curules y posiciones dentro del gabinete, temida y reverenciada por la clase política. Al igual que Wallace en algún momento no supo medir los límites de su poder. En sus excesos cometió errores y delitos que, como sabemos, desencadenarían el enojo de Los Pinos, y Enrique Peña Nieto la pondría en la cárcel.
La historia de Isabel Miranda es más reciente y quizá más conocida luego de las muchas notas periodísticas publicadas tras su fallecimiento hace poco más de tres meses. La importancia que llegó a alcanzar de alguna forma también fue resultado del espaldarazo de un presidente, aunque en su caso fue de parte de Felipe Calderón. Sobre todo, cuando pasó de ser una madre activista en busca de su hijo desaparecido, para convertirse en juez y verdugo implacable para castigar a quien decidió eran responsables de su tragedia. La venia presidencial le otorgó plena potestad, vía Genaro García Luna, para generar acusaciones, persecuciones y sentencias al arbitrio de su voluntad.
Entre otros méritos, el valor de los dos libros reside, justamente, en el valor del autor. Particularmente en el caso de la investigación sobre Elba Esther Gordillo, publicado en momentos en que la lideresa del sindicato se encontraba en la cima del poder, con autoridad sobre vidas y haciendas de muchas personas. Una fuerza que la maestra no vacilaba en ejercer en todas sus variantes. Dar a conocer sus trapos sucios, como lo hizo Raphael, requirió de aplomo, pero también de una investigación solvente, sabiendo que uno de los flancos a proteger sería las demandas que con una justicia a modo podría desencadenar el sindicato en su contra.
Quizá lo de Miranda de Wallace no entrañaba el mismo riesgo físico o político, pero sí moral. Desengañar a la opinión pública respecto a una madre que había movido cielo, mar y tierra para encontrar a los secuestradores y asesinos de su hijo era también una fuerte apuesta. Podía terminar en un descrédito profesional y mediático mayúsculo. O incluso algo peor, considerando la urdimbre de relaciones que la mujer había desarrollado entre los cuerpos de seguridad y entrañas del poder judicial. Una vez más, Raphael recurrió a una investigación acuciosa a lo largo de varios años a través de cientos de horas de entrevistas con los involucrados, visitas a la cárcel, revisión de un laberinto de expedientes. Lo que descubrió, ya ha trascendido, es una historia de mentiras, culpabilidades fabricadas, vidas inocentes destruidas. Por razones sobre las que solo podemos especular, pero que están en la frontera del diván psicológico y de la ambición política crasa. Wallace construyó una carrera a partir de su victimización y de la manipulación de prebendas y recompensas. Con su libro Raphael ha ayudado a desmontar los supuestos argumentos jurídicos con los que se mantenía a Brenda Quevedo en la cárcel desde hace 15 años y que ha sido modificado por prisión domiciliaria, y con los que condenaron a Juana Hilda González a 78 años de encierro y ahora liberada por la Suprema Corte.
Sin embargo, la importancia de estas dos investigaciones no reside en desentrañar la miseria humana que está detrás de dos ambiciosas trayectorias, ni el morbo que provocan las “bios” de las celebridades caídas en desgracia. Lo que Raphael documenta es una radiografía de la descomposición del poder político y de las estructuras judiciales a partir de datos y hechos, sin discursos ni juicios de valor. Solo conociendo uno a uno los mecanismos de la corrupción del sistema, la manera en que se entrelazan hasta desencadenar un despropósito, estaremos en condiciones de hacer algo para evitarlos. Un abordaje meritorio y, por desgracia inusual, en la literatura periodística y política de hoy tan cargada de agendas de toda índole. Raphael se inscribe en la vieja tradición profesional que sostiene que la mejor explicación es una buena descripción. Esperaremos con impaciencia la siguiente investigación de RR, cualquiera que ella sea. Material no habrá de faltarle.