La cacareada autonomía solo existe en el papel porque los ministros de Corte son elegidos por una terna enviada por el presidente y votada por el Senado, que normalmente tiene mayoría del partido en el poder
¿Es la reforma judicial el principio del fin de la democracia mexicana porque propicia la instalación de un régimen autoritario, sin controles? ¿O es la vía para ayudar a limpiar la corrupción en un sector elitista y privilegiado, y para evitar que sea instrumento de los conservadores en contra de los cambios en favor de las causas populares?
Veamos lo esencial de este proyecto. Elegir a los jueces en sí mismo no elimina la corrupción; si eso fuera cierto no habría diputados corruptos. Incluso hay el riesgo de que ganen los que tienen mejores padrinos, no precisamente la mejor fórmula para tener tribunales honestos. Si este esquema va a prosperar tendría que ofrecer garantías para que el proceso fuera lo más eficiente posible. De allí la importancia, por ejemplo, de la selección de candidatos a partir de perfiles profesionales y normas precisas para las campañas. Pero tampoco es que esta opción sea el fin del mundo judicial como se anticipa. ¿Por qué?
Porque hoy es deplorable. La cacareada autonomía solo existe en el papel: los ministros de la Corte son elegidos por una terna enviada por el presidente y votados por el Senado, normalmente con mayoría del partido en el poder. Aquí, como en Estados Unidos, los presidentes han podido designar a los ministros de su preferencia. Luego, la Suprema Corte designa los puestos clave en la pirámide del Poder Judicial y a partir de allí la estructura se autodesigna sin injerencia externa. Para bien o para mal, un coto cerrado.
Con la elección en las urnas la reforma entraña riesgos, pero también ofrece opciones refrescantes: los candidatos serían propuestos por los tres poderes, un tercio cada uno (Presidencia, ministros de la Corte, Congreso). Y la campaña pública permitiría a los medios ventilar casos absurdos de candidatos de pasado negro que hoy son elegidos en lo oscurito. En resumen, el debate por la reforma no es la lucha entre el bien o el mal, o la autonomía lo que está en juego. Si los ministros en la práctica son elegidos por el presidente y luego esos ministros definen los puestos clave, ¿cuál es la autonomía que se está perdiendo? Que ahora lo vayan a hacer los ciudadanos, con todos los defectos que eso acarrea, es tildado como algo antidemocrático, como si hoy fuera democrático.
El otro tsunami de la reforma judicial es el llamado Tribunal Disciplinario que contempla el anteproyecto. La ley quiere quitarles a los jueces la atribución de calificarse a sí mismos respecto a irregularidades, delitos, casos de corrupción o sesgos políticos evidentes. Hasta ahora sus mecanismos han sido muy permisivos, si no es que cómplices. Entre la maraña de nepotismo y padrinazgos internos la autocorrección es poco menos que inexistente. Hoy la Corte designa a los responsables de evaluar a los jueces cuyos nombramientos derivan de la Corte. Tautológico, por decir lo menos. La reforma propone un Tribunal formado por cinco jueces elegidos en las urnas a partir de 30 candidatos (10 por cada uno de los tres poderes). Es decir, la Corte propondría 10 candidatos, pero el Tribunal sería independiente de la Corte. Esa es la otra gran “pérdida de autonomía” que denuncian los críticos.
En suma, la reforma que se propone no es descabellada ni un asalto a la democracia en sí misma. Pero son legítimas algunas de las preocupaciones. Por lo que toca al aterrizaje, hay riesgos de que la composición del Tribunal sea sesgada y las normas de evaluación sean tan subjetivas que deriven en una cacería de brujas de jueces cuyos dictámenes sean contrarios al grupo político en el poder. El preproyecto de Morena fue tan apresurado que se presta a ambigüedades. Se ganaría muchísimo si, como pide la presidenta electa, los nuevos legisladores se dan el tiempo de escuchar las diversas propuestas que alertan de algunos riesgos y actúan en consecuencia.
Vayamos ahora a la discusión de fondo. ¿Es esta reforma el primer paso para borrar la autonomía del Poder Judicial y convertir al soberano en un déspota sin control?
Me parece que buena parte de esa percepción sobre la reforma obedece a la manera de procesarla, más que al contenido mismo. El deseo del Presidente de sacarla gracias a su plan C, en los 30 días en los que gobernará a la par de su nueva mayoría calificada, ha apresurado el proceso de discusión, consultas y ajustes que habría exigido una reforma de tal envergadura. Los operadores de Morena en las Cámaras tienden a actuar como militantes incondicionales en detrimento de sus responsabilidades republicanas. Y eso es un riesgo cuando existe mayoría calificada. Asumo que López Obrador quiere entregar a su relevo una pradera libre de los obstáculos que representaron los tribunales a lo largo de su sexenio. Haciéndolo en septiembre paga él mismo la factura política. Pero en el apresuramiento hay un costo de imagen que inevitablemente está salpicando el arranque de la próxima administración.
Presidente y presidenta electa no difieren en lo sustancial respecto al contenido de la reforma, pero sí en el proceso que llevaría a votarla. Para López Obrador el énfasis es la premura, asumiendo que en el camino se acomoden los detalles. Para Claudia Sheinbaum es fundamental que la aprobación no provoque olas en los mercados financieros o afecte las decisiones de inversión privada, necesarias para la creación de empleos.
Lo cual nos llevaría al tema de fondo. Es desproporcionado afirmar que estamos en camino a una dictadura, eso es discurso político. Para ponerlo en sus términos más crudos, la interdependencia de México impone límites a una deriva autocrática, aun si se quisiera. En los años ochenta el PRI tenía el poder que hoy se atribuye a Morena y debió de pluralizarlo y someterlo a reglas congruentes con el contexto internacional. No cedieron por gusto. Hoy ese entorno es mucho más fuerte. La cotización de nuestra moneda, la necesidad de tribunales legitimados por los actores económicos, el peso de la deuda, las transferencias de migrantes, las exportaciones y las importaciones, la necesidad del nearshoring son el mayor detente. Ese es el verdadero marco de contención. Durante cinco años y 10 meses López Obrador fue respetuoso de esas determinaciones. En las últimas semanas ha decidido radicalizar sus intervenciones, dar las batallas rudas, presumiblemente para dejarle a Claudia un escenario clarificado. Si no se miden bien las formas, podría suceder lo contrario.
Lo cierto es que en septiembre operarán los dos impulsos. El de la prisa por acentuar su impronta, aunque sea a marchas forzadas, y el de la prudencia de quien sabe que tiene seis años para operar los cambios con el mínimo de olas e incertidumbre. No dudo que existan cuadros de Morena que crean que su misión es imponer reglas que subordinen a los jueces frente al Ejecutivo, pero a la postre eso resulta anacrónico por un contexto que camina en sentido opuesto. Y contrario también a una presidenta electa que intentará demostrar que una mayoría calificada no es una amenaza para las minorías. Pero eso sucederá a partir de octubre.