Javier Aguirre, en Honduras, obsceno, mal portado, provocando, respondiendo a lo desagradable que le llegaba al oído, terminó sangrando siendo la figura de su mal equipo.
Le encanta el teatro al buen “vasco”. Sabe manejar muy bien esos hilos a cambio de ocultar su imposibilidad de saber ser estratega.
Su única estrategia es vender su ineficiencia ante directivos ignorantes, urgidos de tener un mejor “pararrayos”.
¿Podemos imaginar que esta derrota en San Pedro Sula le hubiera correspondido al “Jimy” Lozano? Ya lo hubieran quemado en leña verde.
Javier entregó su alma al mal jugar y su aparente jerarquía se la obsequió a la actuación deplorable de los suyos a los cuales no les ha infundido nada.
La grandeza de Aguirre radica en ser agradable en su trato y luego bronco ante quien sea, incluyendo los árbitros auxiliares.
La sangre derramada por Aguirre es el símbolo perfecto para intentar revertir el pésimo futbol mexicano que ni con su presencia aparece.
México futbol, ahora tiene otro emblema que atrae, que causa sensación de santidad capaz de entregar su sangre por la nación, luciendo su blanca cabeza adornando el encanto de su presencia.
Lo que suceda con Honduras es intrascendente porque el verdadero espectáculo ya se ofreció.
Con Aguirre es suficiente para saber sufrir pero también para gozar una nueva realidad que no habíamos tenido.
Aguirre ya hizo lo que nadie y con eso es suficiente porque la novedad engrandece pues la derrama de su sangre abre el camino para poder creer en sus dones.