Lleva meses como habitante de esa banca en el parque. Y cada día de esos meses ha sido fiel a una misma rutina. Apenas se desprende de la banca para dirigirse lentamente hacia el parquímetro y escudriñar en su pantalla. O para dirigirse al prado más cercano si necesita vaciarse. O para ir hacia un jardinero que riega y extenderle un bote de cocacola y pedirle sin palabras que se lo rellene con la manguera.
Es de mediana edad y con canas en la barba y la mata de pelo. Muy joven de cara. En la espalda, una mochila que no se quita ni para dormir. Dormir: sobre la banca dispone cobija-colcha como quien tiende una cama, pero nunca se mete debajo; al llegar la noche duerme sentado, el cuerpo-ovillo hacia el frente.
No le faltan ni comida ni ofrecimientos para desalojo de banca y destino en albergue. Él sonríe y sigue su rutina. Los procurantes se encogen de hombros y lo dejan en paz. Algún vecino le ha pedido a gritos que se vaya a otra parte, por su bien. Él sonríe y se va en efecto a otra parte: a la parte de sí mismo en la que vive más allá de todo.
Este viernes 10 de enero se encontró en el parque un globo rojo con hilo y al caminar comenzó a rebotárselo en la mano.
Es lo más parecido que yo haya visto a un santo, o a un hombre en pleno dominio de sí mismo.
Este sábado 11-domingo 12 a las dos y media de la madrugada sonó la alerta sísmica del parque; oímos que con muy mala idea le añadieron a la voz habitual un “y será muy fuerte”. Sólo nos asustó de balde a los evacuadores de casas y edificios, y nos entorpeció de más en la maniobra. No estuvo tan fuerte. Luego de no ver el temible sacudimiento en la referencia móvil de los faroles ni sentirlo en el suelo, hubo respiro.
Vimos entonces que el habitante de la banca había estado ahí. Reparamos en él hasta que había pasado todo. Caímos en la cuenta: en todo el trance se mantuvo invisible porque impasible, perseverado en su perfecta rutina. Ahora nos miraba, o miraba más allá, desde una dulce lejanía. La de su misma sonrisa.