Dice Albert Béguin en El alma romántica y el sueño (FCE, 1954; 2ª. reimpresión, 1981) que Jean Paul (1763-1825) es el maestro indiscutible del sueño. En 1790 mueren dos amigos y un hermano menor se suicida arrojándose al río Saale para que su madre tenga una boca menos que alimentar. Meses después apunta en una libreta: “Me recupero ante el pensamiento de que la muerte es el regalo de una vida nueva y que la inverosímil aniquilación es un sueño”. Van tres prosas de Jean Paul tomadas de Complete Works de Thomas de Quincey, quien lo tradujo al inglés.
Noche. “Sobre la tierra se extiende cada día el velo de la noche por la misma razón que las jaulas de los pájaros se oscurecen: a saber, para que con mayor rapidez podamos asir las más altas armonías del pensamiento en el silencio y la quietud de la oscuridad. Los pensamientos, a los que el día vuelve humo y niebla, nos rodean en la noche como luces y llamas, lo mismo que la columna fluctuante sobre el cráter del Vesubio: de día parece un pilar de nube pero de noche es un pilar de fuego”.
Las estrellas. “Mira hacia arriba y contempla los campos eternos de luz alrededor del trono de Dios. De no aparecerse nunca una estrella en los cielos, para el hombre no habría habido cielos; y él mismo se habría acostado a dormir hasta el último de sus sueños en un espíritu de angustia, como sobre una tierra plomiza bajo la bóveda de un arco material: sólido e insensible”.
Soñar. “De no ser por los sueños, que despliegan y taracean con flores y joyas mundos de mosaico ante el durmiente ciego, y rodean a los vivos recostados con las siluetas de los muertos en la postura vertical de cuando vivían, sería larguísimo el tiempo antes de que se nos permitiera juntarnos de nuevo con nuestros hermanos, padres, amigos: cada año y de modo doloroso nos volveríamos más y más sensibles a la desolación que a nuestro alrededor formó la muerte, si el dormir —la antesala de la tumba— no tendiera sueños con las presencias de aquellos que viven en el otro mundo”.