Como tal, el Movimiento de Introspección del Pensamiento Mexicano inició en 1934 con la publicación de El perfil del hombre y la cultura en México, en el que Samuel Ramos afirmó que el sentimiento de inferioridad se instaló en nuestra cabeza desde el momento que nos asumimos como un pueblo vencido por un violento proceso de mestizaje.
En los cincuenta, la discusión sobre la mexicanidad se amplió gracias a El laberinto de la soledad, en el que Octavio Paz afirmó que la supuesta virilidad y valentía del mexicano eran una máscara con la que se trataba de ocultar un insano sentimiento de soledad, y no de inferioridad, como señaló en su momento Samuel Ramos. Esta hebra analítica fue retomada por muchos otros autores, destacando el aporte de Carlos Fuentes en El espejo enterrado y Tiempo mexicano, en el que, al hilo de la historia, buscó dibujar la anatomía del espíritu mexicano.
Quienes su opusieron al movimiento afirmaron que los “introspeccionistas” no descubrieron, ni revelaron, la verdadera identidad del mexicano, sino que la inventaron, abonando con ello a la reafirmación y propagación de un mito que sirvió para difundir una ideología nacionalista perniciosa. El movimiento introspeccionista, dijeron sus detractores, instaló en el imaginario colectivo etiquetas y clichés que brotaron de la fantasía literaria, más que de una antropología, sistemática y formal, del mexicano.
No estiraré una discusión que excede los alcances y propósito de esta columna dedicada a la ética aplicada, sin embargo, no puedo negar que resulta extraordinariamente difícil sacudirnos las “etiquetas” de la mexicanidad. Basta con imaginarnos qué pasaría si en el próximo Mundial de Futbol pasamos a octavos de final y el rival a vencer es Italia o Alemania. Lo mismo sucedería si algún visitante extranjero tiene la suerte de ver una peregrinación a la Basílica de Guadalupe o vivir el jolgorio de una fiesta patronal. En estos casos, la mexicanidad brotará por nuestros poros.
Traigo a cuento este asunto, por el rumbo que tomó la charla en una comida entre amigos, donde alguien se preguntó qué pasaría si entre sus muchas ocurrencias, Trump sugiere, o exige, que los “agravios” y deuda externa de México se paguen convirtiendo a Nuevo León, Sonora o Chihuahua en el estado 51 de los Estados Unidos. A nuestros paisanos norteños, ¿les agradaría la idea u ofendería su mexicanidad?
Visto lo visto, dijeron mis colegas, más de uno levantaría la mano para materializar tan locuaz planteamiento. Habría que ver qué pensarían Ramos, Paz y Fuentes.