José Alfredo, Paloma y la Navidad

Ciudad de México /

Paloma había crecido entre lienzos que heredó de su abuela. ESPECIAL

A Paloma Gálvez no le gustaba cocinar, casi sufría cuando tenía que hacerlo. Ella habría podido ser una gran diseñadora de moda, cosía la ropa suya y la mía con creatividad. Pero en su juventud mi abuelo Arcadio, su padre, no dejó estudiar a sus hijas menores la secundaria porque ahí conseguían novio. Extraña manera de prohibir algo, él había conseguido casarse con mi abuela Bárbara y habían formado una familia numerosa, con siete hijos. Arcadio aprobó que tomaran en casa clases de piano, corte y confección. A mi madre el instrumento no se le daba bien, en cambio la costura sí y le sirvió de terapia y de compañía durante la vida.

Paloma había crecido entre lienzos, pues su abuela, a quien físicamente se parecía mucho, tenía una tienda en los portales de Córdoba, Veracruz. Dichos comercios eran propiedad de la familia Aguilar, padres de Bárbara. De modo que a mi madre, desde niña, le llamaron la atención aquellas telas de diversas texturas y colores, lisas o estampadas, con las cuales su abuela le mandaba confeccionar vestidos, que ella portaba con gracia. Esos paños y trapos fueron el detonador de su buen gusto. La bisabuela Felipa acostumbraba regalarle a Paloma los retazos con el fin de que la niña hiciera prendas para sus muñecas y las de sus amigas. En un principio, simples túnicas o faldas que, atándolas con nuditos, lograban sostenerse, después fue muy hábil con la aguja y con la máquina Singer que mi padre le regaló.

A pesar de que a Paloma no le gustaba cocinar su sazón superaba al de sus hermanas que eran consideradas excelentes cocineras, y debo decir que Veracruz goza de fama gastronómica en el mundo. Mi madre se esmeraba en preparar los platillos que más le gustaban a mi padre. Verlo comer bien era una de las cosas que más disfrutaba. José Alfredo era comelón, se le hacía agua la boca con los guisos mexicanos. Muchas personas me han preguntado qué era lo que le gustaba comer, no hay referente dentro de las letras de sus canciones, en ellas menciona bebidas tradicionales y señala algunas costumbres, pero no habla de alimentos. Y, sin embargo, las navidades despertaban en él un apetito de antojos que no podía disimular.

Los manjares navideños por excelencia eran el bacalao a la vizcaína —la receta cordobesa de mi abuela Bárbara—, los chiles cuaresmeños rellenos de picadillo de cazón que siempre cocinaba mi madre y los romeritos de mi abuela Carmelita. Pero la mesa, de manera natural, se llenaba de sabores, aromas y colores típicos de la temporada. El pavo doradito con su relleno, las ensaladas, las gambas rebozadas y alguna pasta. Cada familia llegaba con algún platillo y por supuesto, dentro de los postres había variedades de turrones y mazapanes, además de los favoritos de mamá: surtido de frutos secos, crujientes dulces o con un toque de acidez. Pero lo que nunca podía faltar eran los buñuelos de rodilla con miel de piloncillo que cocinaban juntas mi abuelita y mi tía Cuca.

“Diciembre me gustó pa’ que te vayas: que sea tu cruel adiós mi Navidad, no quiero comenzar el Año Nuevo con este mismo amor que me hace tanto mal...”

Si a José Alfredo le gustaba tanto la Nochebuena no sé por qué escribió esos versos devastadores. Papá comenzaba a gozar la estación desde los primeros días de diciembre, cuando la ciudad se iluminaba. Ansiaba llevarnos al Zócalo, Reforma e Insurgentes para descubrir las nuevas figuras que ese año decoraban nuestras calles y avenidas. Cantando juntos villancicos o las canciones que Lalo Guerrero grababa con “Las ardillitas”, buscábamos Santa Closes y Reyes Magos para tomarnos fotografías y pedirles de viva voz nuestro regalo. Se hizo costumbre visitar la esquina de Sears Insurgentes para ver al Santa que reía jocosamente, luego caminar hacia la juguetería Ara y descubrir las novedades entre las que podríamos elegir antes de garrapatear nuestras cartas.

Las hijas solemos contravenir la voluntad o los anhelos de nuestras madres. Yo prefería el chocar de las ollas borboteando al fuego de la estufa, que el monótono pedaleo de la Singer en el rincón del pasillo. A diferencia de mi madre, yo desde niña me iba a la cocina para aprender a preparar platillos. Aún conservo cicatrices de algunos de los malos tratos que recibí por la lumbre, los sartenes o los cuchillos. No cabe duda que aprendemos la vida por las lesiones.

“Niña, niña mía, al igual que mi madre un pedazo de carne me volviste a servir. Niña, niña mía, con la misma ternura que lo hiciera tu abuela le llevaste a tu padre algo para vivir...”

Papa había llegado hambriento aquella tarde y mamá no estaba. Mientras jugaba con mi hermano y el perro, saqué bisteces del refrigerador y los preparé a la mexicana con jitomate, chile serrano y cebolla picaditos, calenté frijoles, tortillas y le ofrecí comida a mi padre. Al día siguiente me regaló esos versos, nunca se convirtieron en canción; pero los incluyo, porque curiosamente quedaron garabateados en la tarjeta de Navidad que habían enviado el año anterior a familiares y amigos, era una costumbre de aquellos tiempos. Yo apenas tenía nueve años, están fechados el 29 de julio de 1963.

“Mujercita que empiezas a vivir una vida que no sabes a dónde te tendrá que llevar. Yo quisiera decirte que las penas amargas, aunque nadie las busque se tendrán que encontrar...”



  • Paloma Jiménez Gálvez
  • paloma28jimenez@hotmail.com
  • Estudió la maestría en Letras Modernas en la Universidad Iberoamericana, y es Doctora en Letras Hispánicas. Desarrolló el proyecto de la Casa Museo José Alfredo Jiménez, en Dolores Hidalgo, Guanajuato. Publica su columna un sábado al mes.
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