Decía Heidegger que los momentos negativos o privativos son los que nos obligan a hacer un alto, dejar de actuar de manera cotidiana y funcional y comenzar a examinar a fondo lo que está sucediendo. El ejemplo del martillo es ya un clásico: usamos el martillo sin verlo, damos por seguro su funcionamiento; solo cuando se avería y deja funcionar, volvemos la vista para examinarlo: ¿se fracturó el mango? ¿dejó de estar fija la cabeza de la herramienta?
Exactamente lo mismo sucede con la vida: según este pensador, solo en los momentos privativos nos detenemos a examinarla y es cuando se nos abre el mundo, esto es: podemos ver con claridad cada aspecto de nuestra cotidianidad; se revela lo que es importante y lo que sólo es urgente.
Un ejemplo muy sencillo, para lograr claridad: voy a dejar al perro en el veterinario, de ahí entregaré mi currículum, para luego recoger a mis hijos en la escuela. De pronto mi tartana se avería: abro el cofre para jalar el gancho de siempre para echarla a andar, y nada: ahora sí, la tartana está averiada. Entonces el mundo despunta: se me presenta con claridad qué es lo que importa. El currículum lo puedo llevar después, el perro puede esperar un momento, pero a mis hijos no los puedo recoger después: surge el valor de aquello que en verdad es importante en mi vida, que, en mi caso, son mis hijos.
Todo esto implicaría que una vida sin problemas y sin momentos negativos o privativos, como la pérdida de la salud o la pérdida de un ser amado, esto es: una vida feliz, en la que no existieran problemas ni sufrimiento, sería una vida sin reflexión. Porque nadie que disfrute de una gran alegría se detiene a pensar “¿pero por qué tengo esta gran alegría?” Para la alegría no hay “peros”. Son solo los momentos privativos los que nos llevan al cuestionamiento.
Si estuviéramos de acuerdo con lo anterior, entonces la filosofía no sería hija de la curiosidad o del asombro (thauma): la filosofía sería hija del dolor y el sufrimiento. Y los que nos dedicamos a ella, no lo hacemos porque nos asombre y maraville la vida, sino porque hemos vivido el sinsentido del dolor: cuánto penar para morirse uno, diría Miguel Hernández.
Pero no es así: la filosofía es hija tanto del asombro ante la maravilla de estar en el mundo, como de la curiosidad, pero lo es también del dolor, que nos lleva a preguntar por el sentido del mismo. La filosofía tiene muchos orígenes y no podemos reducir su presencia en la historia de la humanidad a uno solo.
Me interesa preguntar: ¿qué hace el dolor y el sufrimiento con nuestras mentes, con nuestros cuerpos? Los neurocientíficos se han abocado a explicarnos paso a paso la forma en que el cerebro reacciona ante el dolor e incluso cómo podemos hacernos adictos al sufrimiento. La neuroética tiene para nosotros una lección fundamental: podemos moldear nuestro cerebro y nuestra relación con el sufrimiento, podemos dejar una adicción a éste, como se deja cualquier tipo de adicción.
Pero la realidad es que, si bien podemos alejarnos del sufrimiento, no podemos hacerlo del dolor, que es parte inseparable de la vida. Lo único que nos queda es decidir qué hacemos con el dolor: éste puede ser el motor de la debilidad, la amargura y el egoísmo o el motor de la fortaleza, la generosidad y la empatía.
Algunas personas que han sufrido, pueden reconocer el dolor en otro ser sintiente y ser empáticos, mientras otros se tornan insensibles y crueles. ¿Qué marca la diferencia para que uno se torne un ser sensible y amoroso mientras el otro insensible y cruel? Responder esa pregunta, podría llevarnos a pensar en una forma diferente de educar al ser humano.
Cómo quisiera tener para ella, una respuesta.