“He tomado la firme determinación de dedicarme para siempre al servicio del Señor. Quiera él darme la fuerza para dedicarme a mis propósitos… ¡Señor deja que tu semblante nos ilumine por toda la eternidad! ¡¡Amén!!” Así concluyó Friedrich Nietzsche su primer diario, alrededor de los catorce o quince años.
Con fe inquebrantable y una capacidad de compromiso radical, leía los reglamentos de sus escuelas y los seguía al pie de la letra: cargaba, como un camello, todos los valores de su religión, así como los de las instituciones por las que pasaba. Pero el camello habría de transformarse en león, y esto último sucedió precisamente el primer año de sus estudios de teología, en la Universidad de Bonn.
En ese primer año de estudios, Nietzsche se vio liberado del yugo materno y conoció, entre otras cosas, la buena cerveza alemana. Cuando la madre y la hermana volvieron a verlo creyeron no reconocerlo: se había vuelto un joven asertivo que sin dudar anunció a su madre el fin de sus estudios en teología y su incorporación a la Universidad de Leipzig para estudiar filología.
En Leipzig, Nietzsche conoció a Wagner, quien de manera un tanto informal le invitó a visitarlo a su casa de Triebschen. Al poco tiempo, aun sin doctorarse, recibió la invitación de la Universidad de Basilea para ocupar una plaza de profesor. Habría que doctorarse al vapor, pero tomando en cuenta la genialidad de sus artículos ya publicados, en Leipzig le entregaron el título de doctor en filología y Nietzsche partió a Basilea, tan cercana a Triebschen, a donde pronto acudió.
A partir de ahí pasó con los Wagner varias vacaciones y poco a poco se fue gestando en él su primera obra: El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música o de cómo los griegos superaron el pesimismo. Hoy grandes conocedores de su pensamiento la consideran su mejor obra, aquella en la que logró percibir a dónde conducía el camino que después olvidaría, diría Giorgio Colli. Yo no estoy tan segura de que lo olvidase, pero en efecto se trata de una obra genial destinada a cambiar el curso de la filosofía para aquellos que la comprenden, pues no es una obra sencilla ni de fácil lectura.
Al igual que le ocurrió a Kant con la Crítica de la razón pura o a Schopenhauer con El mundo como voluntad y representación, nadie entendió el libro de Nietzsche, pero en Alemania levantó un verdadero escándalo liderado por el gran filólogo Ulrich von Wilamowitz-Moellendorff, quien escribió una burla contra esta obra. En su defensa salieron Erwin Rohde y Richard Wagner, pero el daño estaba hecho: el siguiente semestre en Basilea, Nietzsche se quedó sin un solo alumno y nadie quería siquiera toparse con él: “Parece que hubiera cometido un crimen”, escribirá Nietzsche.
El equívoco radicó en que en esa primera obra Nietzsche no era en realidad un filólogo, sino un filósofo que proponía un cambio en el camino de la filosofía. Ésta, siempre había pretendido ser “científica”: Nietzsche consideró que el pensamiento no requiere ese tipo de credenciales: la filosofía debe acercarse al arte, no a la ciencia, debe educar la certeza inmediata de la intuición a través del arte en lugar del razonamiento lógico. Porque cuando la filosofía se acerca al arte se torna fructífera a través de la metáfora, los símbolos y los mitos: se torna artística y musical.
Con Nietzsche, arte y filosofía iniciaron el camino de su reconciliación.