La edad permite comenzar a ver lo que por años no se había visto, aun estando ahí. Solemos creer que nuestros maestros son aquellos con los que hemos tomado alguna clase a lo largo de nuestra existencia. Pero el tiempo permite ver un maestro, es mucho más que eso: el maestro no es un docente, sino aquel del cual se aprende algo.
Luis Villoro fue uno de mis maestros, pero no porque haya tomado, como lo hice, alguna clase con él. Lo es de una manera diferente que apenas he comenzado a percibir. Cuando Villoro respondía un cuestionamiento a su filosofía, lo hacía con suma educación, siempre dándole el paso al otro, como asumiendo que él no tenía la razón absoluta. Recuerdo en particular una tarde que, en el Aula Magna, un estudiante con prepotencia le corrigió la página a Villoro con una sarta de estupideces que me dejaron patidifusa. Villoro puntualizó un par de cuestiones y agradeció los comentarios de manera muy generosa. No recuerdo porqué a la salida íbamos juntos y le pregunté por qué lo había hecho, le dije que no me parecía justo que verdaderas perogrulladas pasaran por sesudas observaciones. Recuerdo con precisión su cara al responder: “Eeeh, Paulina, no tiene la menor importancia.”
Ese gesto me marcó. Para mí tenía importancia, pues el Aula Magna estaba llena, como solía estarlo siempre en aquellos entonces, y yo sentía que los asistentes se iban con una impresión incorrecta. Pero con ese gesto me enseñó más que muchos maestros en sus clases. Me enseñó que se puede puntualizar algo con benevolencia, con generosidad, y dejar que el otro se sienta bien, porque cuando se tiene la razón no es necesario vanagloriarse y cuando otro está en un error, no hace falta hacerlo sentir mal: basta con darle una leve indicación que quizá le pueda ayudar en el camino y a continuación, hacerle sentir bien.
Los exámenes de grado en el mundo entero se han convertido en lo contrario a esa actitud. Cada vez que escucho a alguien hablar de un joven deprimido porque sus sinodales le dijeron que, en pocas palabras, es un pendejo, me pregunto: ¿qué ganan? ¿para qué hacen eso? De la tristeza, diría Spinoza, y de todas las emociones asociadas a ella, nunca surge nada bueno. Del maltrato, del ninguneo, de la burla, no puede surgir nada bueno. En cambio, dar una orientación y hacer que el otro se sienta feliz de estar estudiando, de eso sí que puede surgir algo.
Nuestros maestros a veces no nos han dado una clase, pero nos han enseñado algo. Esa vez fue Villoro, pero me ha ocurrido con gente que ni siquiera sabe leer y que, con una frase, se han quedado conmigo para siempre. Como el campesino iletrado de Levin, en Ana Karenina.
Nuestros maestros enseñan con su forma de ser y estar en el mundo.