En la antigua Grecia, hasta los mismísimos dioses dependían de la fortuna. Hoy nadie duda de que para lograr una vida buena se requiera inteligencia, carácter y sensibilidad, pero casi siempre nos negamos a aceptar ese otro factor: el azar, la suerte, la fortuna. Y es que no es fácil aceptar que la vida depende de algo tan trivial como el azar. El ser humano quiere creer que tiene control sobre su vida.
Recuerdo haberle preguntado a Mario Molina por qué había decidido investigar el ozono. Se quedó pensando y me dijo: “bueno, uno investiga una cosa y luego investiga otra y uno va investigando diferentes aspectos, diferentes partículas, y sucedió que el ozono tenía una importancia crucial”. De modo parecido una amiga arqueóloga y restauradora me decía: “Hay quien pasa su vida entera excavando y nunca encuentra nada. Hay quien levanta una piedra y descubre un mundo entero”.
Claro, también ahí está Heinrich Schliemann: con todo en contra, estudió y estudió y dijo: ahí tiene que estar Troya ¡y ahí estaba! Pero el papel del azar es tan importante que un genio como él puede morir por un resbalón y no llegar a ser quien era.
Del mismo modo, una persona cualquiera puede toparse con circunstancias que ayuden a obtener de sí todas las cualidades positivas que le habitan y le conduzcan a potenciar sus capacidades y llevar a acto lo que solo era en potencia.
No nos gusta el azar, pero está ahí, a cada paso. Durante la pandemia hay quien perdió la vida por un saludo; hay quien tomó aviones y viajó alrededor del mundo para contagiarse solo de manera ya tardía, cuando la enfermedad no representaba el mismo riesgo que antes.
Quizá sea la soberbia la que no nos permite aceptar el azar. No es lo mismo creer que nuestro destino depende de la furia o el amor de los dioses que viven por supuesto pendientes de nuestras vidas, a concebirnos como pequeños grupos de hormigas que con un descuidado pisotón, están perdidas.
Pero ¿no acaso somos pequeñas hormigas que, con que la tierra se reacomode, estamos en efecto, perdidas? Quizá aceptar el azar sea cuestión de una cierta humildad: la de reconocernos no a merced de un dios, sino de la caprichosa vida.
No cabe duda: los dioses olímpicos siempre fueron un espejo de la humanidad.