De viaje

Ciudad de México /

Camino por el pasillo que conduce a migración en el aeropuerto Pierre Elliott Trudeau de Montreal. Personas ansiosas como yo llevan el pasaporte apretado con fuerza entre el pulgar y el índice como si fueran a pasar una frontera de guerra. Mi francés es defectuoso y mi inglés inexistente. El agente de migración me pregunta el motivo de mi visita, le explico con dificultad que mi aparición en Montreal tiene como objetivo visitar a mi hija. Sí, residente, le digo; me guardé por prejuicios juaristas el hecho migratorio documentado de que ella ya tiene la nacionalidad canadiense.

Hay una probabilidad de que yo me perdiera en otra dimensión, pues cuando mostré el pasaporte pensé: ¿cómo sé que éste soy yo? Yo, no soy yo, soy otro. Y me enredé no sin temor a la despersonalización en ese laberinto mientras caminaba hacia la banda de las maletas.

La culpa de esta confusión mental proviene de un acertijo que quise prepararle a mi hija. Ella es neurocientífica y pensé: aquí le pongo una trampa y ella cae redonda, al final yo soy el padre y, ya lo dije, un padre es un padre: “Si no tuviéramos pasaportes, o credenciales, o la retroalimentación verbal de los demás, ¿la memoria sería suficiente para conservar nuestra identidad psicológica?”. Entrecomillo este párrafo porque forma parte de un artículo de Jesús Ramírez Bermúdez que aparecerá mañana en el suplemento El Cultural de La Razón. Sí, así, todo puesto en distintos tiempos.

En su Ensayo del entendimiento humano, John Locke pensó que la definición ética y legal de una persona se basa en la persistencia de la identidad a lo largo del tiempo. La persona es un individuo capaz de concebirse a sí mismo como el mismo ser a través de circunstancias diversas, a lo largo de momentos y escenarios cambiantes, parafraseo al escritor Ramírez Bermúdez que se las sabe de todas, todas, en lo que toca a la neuropsiquiatría y la literatura. O sea, mi acertijo ocupaba la relación entre la memoria, la consciencia y la identidad.

Después de los abrazos y los besos, mi hija me cuenta que en una de sus guardias en el hospital Douglas ha revisado a un hombre que sostenía a pie juntillas que no era él mismo sino otro, su memoria no le daba identidad. Pensé esto: las casualidades no existen y me serví un vodka. Ella dice que debo beber menos; yo le digo, estoico que así lo haré, pero no le hago caso. Y así la vida, más o menos.


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