Desperté empapado en sudor y mareado. Frente a la ventana de mi oficina hay un árbol. En la parte alta de su fronda he visto desfilar en unos cuantos minutos a más de diez ardillas, doce, para ser exactos. Equilibristas indómitas, saltan de una rama a un cable delgado. Me da por imaginar que una le deja a otra el camino imantado. Las ardillas se han convertido en una plaga. No me gustan. Odio a los roedores.
Mientras las observo con la inexplicable atracción de la repugnancia, recuerdo que mi hijo me dijo una noche, en la calle y con la precisión que pueden dar las sentencias de un niño de cuatro años: mira, una ardilla con cola de alambre. Lo levanté en vilo como si hubiéramos visto un cadáver ensangrentado y salimos como alma que lleva el diablo. Si detesto a las ardillas, las ratas elevan mi ansiedad a límites insufribles. No puedo con su vida de albañal, de desperdicios rinconeros y olores pútridos. Ahora mismo estoy pensando en una rata y me siento muy mal. En mis libros en algún momento aparecen ratas así como en los de Guillermo Fadanelli perros famélicos.
El departamento de la calle Cadereyta donde la familia vivió años y felices días estaba en la planta baja. Mi hermano había venido de Alemania y regresamos a los tiempos inolvidables en que nos peleábamos el baño. Él siempre ganaba con estratagemas, sofismas y mentiras. Tengo que entrar, me duele el estómago. Un día Dios lo castigó, ganó la mano y cerró la puerta en nuestras narices. Segundos después se oyó un grito desgarrador, no exagero. Al subir la tapa del excusado vio dentro a una rata perdida que encontró esa salida de la oscuridad del drenaje. Azotó la tapa y salió volando, literalmente. ¿Qué hacer con el roedor?
Mi madre siempre fabricaba soluciones radicales que parecían imposibles de realizar. No le comunicó a nadie su plan. Debajo del fregadero de la cocina sacó la sosa cáustica. En aquellos tiempos era muy común que en las casas se usara sosa para destapar las cañerías.
Una muerte horrible incluso para una rata. Mi primera lección de supervivencia no se trataba de roedores sino de venenos letales: si tocas esto, mueres, dijo mi madre.
Me limpié el sudor con la sábana. Al despertar, los recuerdos suelen ser destructivos, los confundimos con el sueño, pero su realidad se impone y nos revela una fragilidad incurable. De eso se trata todo, incluso los roedores.