Antes y ahora, el mejor político es aquel que crece su poder a partir de la destreza con la que vende una narrativa convincente. No es relevante si ésta se percibe como ilusoria, sino si logra que sus seguidores apuesten por su oferta
Tres cubiletes, una pelotita blanca, una víctima y un estafador. Ese es el elenco del juego conocido como ¿dónde quedó la bolita? Si a su alrededor se junta más gente en una calle concurrida, el ritual del engaño es perfecto. El objetivo es que el incauto intente discernir bajo cuál de los cubiletes está el premio y antes apueste a favor de su capacidad adivinatoria.
El trilero es el responsable de asegurar que el fraude funcione. Traslada de un lado a otro los cubiletes buscando confundir los sentidos del espectador, no solo para despistarlo sobre la ubicación de la bolita, sino para convencerlo de que sabe dónde quedó después de tanto movimiento.
La clave del juego radica en que el engañado apueste y, por tanto, hay que conducirlo a que tenga certeza sobre un hecho equivocado. Se trata de una partida en dos pasos: mientras en el primero el individuo confía en sus percepciones, en el segundo descubre que fue burlado. Las reglas del juego son sencillas. Uno, el sujeto no puede dudar de sí mismo porque de lo contrario se abstendría de poner dinero sobre la mesa. Y dos, el engañado no puede estar en lo correcto porque de lo contrario el estafador perdería su negocio.
El público es parte central en este teatro. El incauto necesita probar frente a sus pares que su inteligencia es superior a la del trilero. Si ese mecanismo fallara la representación perdería sentido. No se trata solamente de ganar una apuesta, sino de hacerlo humillando públicamente al estafador. Por este motivo es común que, alrededor del juego de la bolita, haya cómplices del trilero. Esa gente es la encargada de producir el fenómeno del contagio que inhibe la racionalidad del incauto, al tiempo que potencia los efectos de la ilusión óptica.
Prácticamente, todos los juegos de apuesta se basan en los principios básicos del juego de la bolita. En las Vegas o en la feria de San Marcos, en la lucha libre o en la pelea de gallos, lo verdaderamente ingenuo es suponer que el trilero no intentará engañar a su público.
¿Por qué el engaño nos causa tanta fascinación? Acaso en el papel del trilero se encuentra la respuesta. Si pudiéramos ser el engañador y no el engañado, todo sería perfecto. El problema es cuando nos creemos tan listos como para perder de vista que la mesa y los cubiletes, la bolita y el público han sido objetos deliberadamente colocados para manipularnos.
No es ocioso trasladar este fenómeno humano a otros ámbitos más allá del juego. Obviamente que el circo, el teatro, la literatura o los filmes son creaciones de nuestra inteligencia que requieren de una buena dosis de engaño. Los pilares de su relato nos fascinan desde que la especie comenzó a habitar la tierra. El mago, el prestidigitador, el chamán y el encantador se encuentran entre los personajes más antiguos de nuestra narrativa.
En esta misma lógica, aproximarse a los rituales del engaño es un acto prometedor cuando se quiere comprender a una sociedad determinada. Ciertamente, el proceso del engaño varía según la comunidad, dónde ocurre. La propuesta es del antropólogo mexicano Sergio González Varela: las maneras de mentir, engañar, simular o manipular son parte central de cada cultura y, por tanto, varían según la comunidad de que se trate.
Hay dos ámbitos de lo social que sirven para fijar esas maneras. Uno es la religión y el otro la política. En ambos reinos hay trileros y estafados, prestigiadores e incautos, ilusionistas y engañados. Los primeros conspiran para que el relato atraiga público. Los segundos son los consumidores de la estafa, los receptores del ritual y sus objetos fraudulentos.
Los trileros de la religión son descendientes del mago, el brujo y el profeta. También viajan desde lejos los líderes de la tribu cuyo método cuenta con sus propios medios. Antes y ahora, el mejor político es aquel que crece su poder a partir de la destreza con la que vende una narrativa convincente. No es relevante si esta se percibe como ilusoria, sino si logra que sus seguidores apuesten por su oferta.
El término “apuesta política” es perfecto para explicar esta relación. Mientras el político quiere seducir para asegurar la apuesta, quien le entrega su voto acepta el triunfo de esa seducción. Si no hubiese reciprocidad en ese intercambio, la política se vaciaría de sentido.
Con González Varela y su libro El arte de engañar, la otra clave para el entendimiento del engaño, además del contexto en el que ocurre, es el sujeto engañado. Corren ríos de sesuda tinta a propósito del político y su relación siempre ambigua con la verdad. Sin embargo, padecemos un déficit reflexivo sobre el incauto y su vínculo perverso con la mentira y la falsificación.
Si asumimos que no habría trilero sin jugador, lo mismo tendríamos que hacer a propósito de la existencia contigua entre el político que produce falsedades y el ciudadano que se las cree.
Las campañas políticas son un momento perfecto para aproximarse a este tema. No hay otra temporada más intensa en ofertas ilusorias destinadas a potenciar la ingenuidad. El mejor político es aquel que logra convencer a su público de que votar por él es lo más inteligente que puede hacer, lo más patriótico, histórico, esencial, primordial, trascendente, extraordinario.
De ahí que los discursos de campaña, conforme se acerca la jornada de la elección, sean cada vez más exaltados. Se trata de acto destinado a movilizar emociones más que razones. Y para funcionar, igual que el juego callejero de la bolita, es también indispensable el coro que aprueba la apuesta, la dobla y la festeja.
No estoy afirmando en este texto que todo en política sea un actuar engañoso. Tampoco que toda conducta ciudadana sea ingenua o incauta. Sin embargo, en esta temporada de huracanes políticos bien nos haría falta a las personas votantes tomar distancia respecto de las verdaderas intenciones del trilero.
Hay una medicina que sirve para ello. El político que refuerza nuestros prejuicios tiende a ser el prestigiador más peligroso. Por tanto, si nos queremos ahorrar la decepción, la mejor manera de escaparnos al engaño es desconfiar de esos mismos prejuicios.