Mariano lleva cuarenta y dos años trabajando en foros de televisión. Entre los jefes de piso es el más veterano. Tiene toda la experiencia que se necesita para dirigir movimientos, cámaras, iluminación, invitados y conductores, sobre todo en programas de noticias.
Se levanta a las tres de la mañana para hacerse cargo de la barra matutina, donde la información sobre la violencia ocupa cada vez más tiempo de pantalla:
En Morelos, hombres armados asesinaron al líder de comerciantes del mercado municipal de Cuautla. Durante la agresión, su hijo también resultó herido.
Unos lo llaman nota roja, otros, obligación periodística para consignar la realidad. Ahí el rastro de la violencia se sucede con la misma velocidad intrascendente que las declaraciones políticas, el clima o las breves deportivas.
Dos días después del enfrentamiento armado reportado en la Concordia, Chiapas, se denunció que habría un saldo de veinticinco personas sin vida.
Quienes laboramos para la televisión, y también las personas que miran nuestro trabajo del otro lado de la pantalla, hemos perdido humanidad. Si nos pusieran un monitor para medir el pulso del corazón, se probaría a qué punto nos hemos vuelto inmunes a la tragedia cotidiana de los otros.
Joven de veintidós años recibió un tiro en la cabeza, mientras iba de regreso a casa. Su padre lo encontró aún con vida.
Mariano es uno de nosotros. Engranaje de una maquinaria dedicada a producir información tal cual ocurre. Hace unos años, sin embargo, un meteorito le cambió la existencia.
El muchacho fue trasladado al hospital de la Villa, pero el personal médico no contaba con el herramental para extraerle la bala. De ahí le llevaron a otro centro médico, ubicado a dieciocho kilómetros de distancia. Por el tráfico, ese viaje tardó casi una hora. La hermana asegura que, a pesar de estar inconsciente, podía escucharla.
La familia de Mariano vive en la colonia La Esmeralda. Ahí logró comprar su departamento, en una unidad habitacional donde su esposa y él criaron a dos hijos. No lograron salvar de carencias a la familia, pero fueron capaces de pagarles estudios universitarios.
El cirujano salió del quirófano con la buena noticia de que había sobrevivido a la operación. No obstante, era médicamente imposible recuperar ese pedazo de metal y pólvora. Luego vino la terrible noticia: el joven no volvería a ser el mismo. El daño cerebral era grave. Finalmente, el lunes 4 de agosto de 2014, la familia fue informada de la muerte de su ser querido.
El hijo de Mariano estudió la licenciatura en derecho. Él asegura que desde niño fue brillante. El rigor de los horarios de trabajo y la exigencia de la televisión tuvieron sentido porque gracias a ello la biografía de los muchachos iba a ser distinta.
Rodrigo, el hijo de Mariano, llegó hasta el último semestre de la carrera de derecho. Se veía defendiendo trabajadores como su padre, o como el resto de sus vecinos.
La fiesta de la colonia se celebra a finales de julio. Una de las miles que ocurren anualmente en la inmensa Ciudad de México. Abunda la comida en las calles, la música a todo volumen, también el alcohol y, durante los últimos tiempos, la droga. Mariano pensó que Rodrigo se había retrasado por la fiesta. Lo llamaron una, tres, diez veces, sin que respondiera. Aquello no era normal. Recién le habían regalado un teléfono, cuyo costo superaba los medios de la familia.
Mariano salió a buscarlo. Encontró a un par de cuadras un cuerpo tirado, boca abajo, y un tumulto que le rodeaba. Antes de descubrir a Rodrigo, reconoció la mochila donde guardaba su celular. El joven la abrazaba con determinación. De la garganta de Mariano surgió un alarido que, pasado el tiempo, aún puede escuchar.
La víctima fue sepultada en el panteón Jardines del Recuerdo, por el rumbo de Tlalnepantla. La madre sucumbió ante el sufrimiento. Desde entonces la enfermedad devora su cuerpo.
Transcurrieron varios días antes de que se atrevieran a regresar a su vivienda. Aplazar la vuelta fue una manera de eludir la realidad. Cuando ya no hubo más pretextos, cruzaron el umbral del departamento y encontraron, sobre el piso de la entrada, un sobre en cuyo interior había dos fotografías con el rostro de unos tipos desconocidos. El padre llevó ese material a la oficina del ministerio público. Estaba seguro de que esas imágenes, depositadas anónimamente debajo de su puerta, podían ser de los asesinos.
Durante el periodo de duelo decidió que no iba a dejar las cosas como si nada. Preguntó hasta dar con un testigo. Otro joven, de nombre Salvador, tenía información sobre lo ocurrido. Dos vecinos habían intentado arrebatarle a Rodrigo la mochila dónde llevaba su teléfono nuevo. El muchacho dio la espalda, porque se negó a entregarla. De un solo disparo en la nuca esos criminales lo derribaron.
Mariano asumió que no podría seguir adelante mientras aquellos sujetos continuaran con vida. Pensó en comprar un arma y responder a esa maldad de la misma forma. Durante cuatro meses acudió al ministerio público, dos o tres veces por semana. El fiscal le prestó la misma atención que los conductores de noticias cuando consignamos la tragedia de nuestra violencia. Rodrigo era un muerto más entre miles que la autoridad era incapaz de priorizar.
Un día, en el foro de televisión, apareció el Jefe de Gobierno para una entrevista. Al terminar, Mariano lo abordó para contarle su historia. Asegura que, sin su intervención, jamás se habría hecho justicia. Sólo porque tuvo acceso a ese hombre de poder, la investigación cobró relevancia.
El asesino material está hoy en la cárcel. Le dieron veinte años. Cuando lo detuvieron, era más joven que Rodrigo.
Mariano continúa siendo jefe de piso de un foro donde todos los días se relata la historia de un país lastrado por la infamia. Uno donde la mayoría nos negamos a aceptar que un día cualquiera podría ocurrirnos una catástrofe como la que cambió para siempre su vida y la de su familia.