La lealtad de Clarisa

Ciudad de México /

Las mejores amistades se producen cuando las personas se conocen dentro de una trinchera asediada por preguntas coincidentes; cuando se enteró de su enfermedad, prefirió la negación, que es la más rotunda de las mentiras existenciales


Un par de veces al año Clarisa regresa a Múnich para visitar a Sergio. El ritual es siempre el mismo. Él la llama por su nombre, ella lo abraza, él menciona la fecha del cumpleaños de ella, luego la del día que se conocieron. Después divaga.

Sergio lleva más de quince años con la conciencia extraviada y el cuerpo incapaz de desplazarse con autonomía. Un virus con nombre de marino escocés disolvió buena parte de sus conexiones neuronales. Sólo el habla continúa intacta.

Clarisa y yo nos hicimos amigos en México a principios de este siglo. Venía regresando de Alemania, donde hizo sus estudios universitarios y se convirtió en una profesional del activismo contra la globalización injusta.

Por aquel tiempo comenzaba a salir con Sergio, un uruguayo de ojos hermosos y mentón de galán de cine. No era difícil adivinar las razones por las que ella lo escogió. La primera mentira que recuerda tuvo que ver con la edad. Entre ellos les separaba una década que Sergio decidió acortar ocultando su juventud. Cuando el corazón de Clarisa ya no podía echar marcha atrás, él corrigió el dato como quien borra una operación matemática mal resuelta.

Con el tiempo, Sergio pasó de la suma a la multiplicación de las falsedades. Él trabajaba para el negocio de los escenarios. Muy pronto Clarisa se dio cuenta de que, mientras él iba de concierto en concierto, ella compartía a su uruguayo con un número incontable de mujeres.

Le dijo que no podía continuar y aunque él pidió que reconsiderara, Clarisa no estaba dispuesta a sufrir sus dobleces. Mi amiga pasó por casa varias noches. En aquellos días hablábamos por horas sobre temas graves y muchos otros sin importancia. Las mejores amistades se producen cuando las personas se conocen dentro de una trinchera asediada por preguntas coincidentes.

Aquellas charlas tuvieron un quiebre inesperado porque Clarisa se enteró de que estaba embarazada. Optó entonces por regresar a Alemania ya que sabía que en aquel país sería más sencillo ejercer de madre soltera.

Sin sutilezas anunció a Sergio la doble noticia y comenzó a hacer maletas. Él propuso acompañarla en su migración. Sobre todo por el niño, Clarisa accedió y pocas semanas después se asentaron en Múnich. Allá los tres abrieron un camino que, al principio, prometía cosas buenas.

Yo volví a ver a Clarisa en 2004. La encontré con un buen trabajo, un departamento lindo a nivel de calle y un hijo de ojos hermosos. Sobre lo que vino más tarde me fui enterando a pedazos, porque el Atlántico impuso contra nuestra relación un arbitrario rompecabezas armado a la distancia.

Según entendí, Sergio se volvió enfermizo. Cuando no tenía una dolencia en los ojos le habían salido manchas en la piel. Después vino un tumor y un cáncer que quedó conjurado gracias al bisturí.

Aquel hombre cayó en depresión y por eso el médico recomendó que hicieran un viaje de familia. Esa travesía salió fatal porque él se perdió por horas en una ciudad lejana. Al regreso, los extravíos comenzaron a suceder dentro de su departamento.

shutterstock

Clarisa decidió tomar cartas en el asunto la vez que encontró a Sergio dentro de la regadera, después de haber dejado correr el agua durante más de cuatro horas. Lo acompañó con el neurólogo y éste ordenó que se sometiera a una resonancia magnética de cerebro.

El fin de semana previo a que recibieran los resultados, mientras arreglaba la ropa de su pareja, dentro de los bolsillos de una chaqueta Clarisa halló la clave que faltaba. En un documento de laboratorio —fechado varios meses atrás— estaba la constancia irrefutable: ella y su hijo cohabitaban con un hombre que padecía el síndrome de inmunodeficiencia adquirida.

Corrió al consultorio con ese papel estrujado. El doctor, que conocía bien a Clarisa, suplicó para que lo entendiera. Obviamente estaba enterado, pero no podía haber conversado con ella sin que su marido le hubiese autorizado.

Clarisa hizo entonces la pregunta más importante. La contestación fue demoledora: por el estado mínimo en el que se encontraban sus defensas, Sergio debió haberse contagiado durante la época en que se conocieron en México.

Cuenta que en unos cuantos días se practicó nueve veces la misma prueba. El laboratorista detuvo aquella obsesión cuando explicó que no había posibilidad de contagio. A su genética le hacía falta un receptor y por tanto era una de esas personas, una en un millón, cuyo cuerpo no tenía capacidad para reproducir el virus. Por ello también su hijo se había salvado.

La resonancia magnética de Sergio entregó un segundo diagnóstico. Un bicho que vive en el cerebro de la mayoría, por la falta de anticuerpos había mutado para convertirse en un ácido voraz. El lóbulo frontal y el hemisferio izquierdo estaban destrozados. Jamás volvería a ser el mismo. Para ese momento Clarisa había perdido más de quince kilos. De la noche a la mañana se había vuelto la madre de dos menores.

Si bien los retrovirales alcanzaron para apartarlo de la muerte, el padecimiento negó a mi amiga una última conversación entre adultos. Sergio no le entregó a Clarisa siquiera la posibilidad de reclamo.

Tres lustros después pregunto a Clarisa cómo se explica que él hubiese ocultado una noticia tan importante:

Cuando a Sergio le dicen que tiene la enfermedad y que debe tratarse cuanto antes, no solo decide no contármelo, sino que opta por morirse. Lo que le sucedió más tarde es el resultado de un suicidio en cámara lenta. Las razones no te las puedo contar, porque las desconozco. A pesar de que los médicos le advirtieron que iba directo a la tragedia, eligió hacer como si la condena no existiera. O bien lo sabía de mucho tiempo atrás —y no tuvo cara para decírmelo— o cuando se enteró prefirió la negación, que es la más rotunda de las mentiras existenciales.

Clarisa vive ahora en una ciudad cerca del mar. Años después conoció a otra persona que le entregó la felicidad que se merecía. También asumió la paternidad del hijo que tuvo con su expareja. Ella dice que ha contado con tiempo suficiente para perdonar. La vida impuso a ese señor un castigo desproporcionado. En vez de cultivar el rencor, mi amiga es la única persona que visita a Sergio y el nombre de Clarisa es el único que aquel cerebro es capaz de recordar.


  • Ricardo Raphael
  • Es columnista en el Milenio Diario, y otros medios nacionales e internacionales, Es autor, entre otros textos, de la novela Hijo de la Guerra, de los ensayos La institución ciudadana y Mirreynato, de la biografía periodística Los Socios de Elba Esther, de la crónica de viaje El Otro México y del manual de investigación Periodismo Urgente. / Escribe todos los lunes, jueves y sábado su columna Política zoom
Más opiniones
MÁS DEL AUTOR

LAS MÁS VISTAS

¿Ya tienes cuenta? Inicia sesión aquí.

Crea tu cuenta ¡GRATIS! para seguir leyendo

No te cuesta nada, únete al periodismo con carácter.

Hola, todavía no has validado tu correo electrónico

Para continuar leyendo da click en continuar.