Thomas Matthew Crooks tenía 20 años y se había graduado dos años atrás de una universidad pública como ingeniero. Sus compañeros de escuela lo recuerdan inteligente y buen estudiante, serio pero amable, como alguien que no se metía en problemas a pesar de sus opiniones conservadoras, a contrapelo de las de la mayoría en esas aulas. Estaba registrado como republicano, aunque sin tendencias radicales; su último acto político fue la donación de quince dólares a una bolsa pro demócrata. Su familia, bien avenida y de clase media, vivía en un suburbio tranquilo. El chico trabajaba en un asilo de ancianos, donde ayudaba preparando las comidas. No tenía antecedentes penales y sus maestros y empleadores nunca tuvieron queja de él, ni razones para dudar de su salud mental. Le gustaba programar, el tiro al blanco y el ajedrez, y no tenía redes sociales activas más allá de una especializada en videojuegos, donde rara vez contribuía.
Fuera de esto no hay más rastro, documento o justificante para explicar por qué, un buen sábado por la mañana, Crooks manejó, acompañado de un par de bombas caseras, cerca de una hora hacia donde Donald Trump sostenía un acto de campaña para subirse al techo de un almacén vecino y descargar, con una AR 15 propiedad de su padre, las ocho balas que pudo antes de ser abatido.
Algunos asistentes dispersos, de camino a sus asientos, le reportaron a los policías presentes que alguien llevaba un bulto sospechoso, que se enfilaba hacia un edificio a más de 100 metros de distancia. Trump llevaba cerca de 10 minutos perorando sobre los peligros de las caravanas de migrantes cuando el agente que fue a investigar notó una escalera adosada al muro. Subió y, al asomar su cabeza sobre el último peldaño, vio al chico levantar el arma y apuntarle. Se agachó como pudo, tomó su radio para lanzar la alarma y escuchó los primeros disparos. Para entonces los francotiradores de la policía local ya estaban a las vivas, y fue por eso que Crooks apenas pudo apretar su gatillo unos cuantos segundos, descargando apenas unas cuantas balas, antes de que le destrozaran el cráneo. De otra manera eso hubiera sido una verdadera masacre.
Una de esas balas rozó la oreja derecha de Trump, quien de inmediato fue rodeado y lanzado al suelo por el Servicio Secreto. Las demás siguieron su camino hacia el público que llenaba la parte de atrás del templete, enviando a dos personas al hospital y a un bombero que trató de proteger a su familia al cementerio. El FBI se ha dedicado a peinar el teléfono del tirador sin a la fecha encontrar causa alguna para el atentado. Contrariando las teorías de la conspiración que brotaron como manantiales, Crooks parece haber actuado con premeditación, pero solo.
Una vez pasado el peligro, el ex presidente se levantó desafiante, con sangre en las mejillas y el puño en alto, para gritarle a sus huestes: “¡Peleen, peleen, peleen!”, y la foto correspondiente fue portada de todos los diarios desde Nueva York hasta Beijing. Oído en las redes: haya sido como haya sido —como diría López Obrador— la bala que apenas hirió a Trump parece haber matado a Biden.