Ayer por la madrugada falleció el papa Francisco I, antes conocido como Jorge Bergoglio. Antier había recibido a J. D. Vance, vicepresidente gringo, orgulloso converso al catolicismo y una de las personas más mezquinas sobre la faz de la tierra. Tanto así que Francisco lo mandó primero con el cardenal Pietro Parolin para que éste le diera una lección de caridad cristiana alrededor de los pobres y los migrantes.
Francisco fue nombrado papa hace 12 años, luego de la inusual renuncia de su antecesor, el seco conservador Benedicto XVI, quien fracasó en su tibio intento de enfrentar al monstruo de los abusos sexuales en el seno de la Iglesia por quererle evitar a la institución todo escándalo, impidiendo todo castigo, toda justicia para los perpetradores. El primer latinoamericano y el primer jesuita en llegar al puesto, Francisco quiso revitalizar un rebaño envejecido y apático, decepcionado por la indiferencia elitista de sus pastores para con los humanos de carne y hueso: es asombrosa la cantidad de cardenales y de obispos de raíces no caucásicas nombrados por él —más de la mitad del colegio cardenalicio, ese que elegirá a su sucesor—, así como su tendencia a abordar temas históricamente censurados y su desprecio por la pompa y la arrogancia de la curia.
A pesar de sus aparentes buenos deseos, Francisco nunca salió de esa cómoda zona de contradicción donde se estableció desde que fue cabeza de la Iglesia en la Argentina de las dictaduras militares, a las cuales nunca condenó ni enfrentó a pesar de identificarse con los modelos políticos izquierdistas: durante su papado pidió tolerancia para los homosexuales, al tiempo que cabildeaba para retirarles protecciones y derechos ante el Estado italiano; habló de repensar el celibato sacerdotal y de extenderle la comunión a las parejas en unión libre, así como de ampliar el papel de las mujeres en la curia, sin jamás actuar para lograr cambios sustantivos al respecto; pidió una y otra vez perdón a los sobrevivientes de abusos y disolvió la cuestionada orden peruana del Sodalicio, pero a las víctimas del poderoso cardenal McCarrick las atacó públicamente antes de retirarlo del sacerdocio, y lo mismo hizo con el obispo chileno Juan Barros Madrid, defensor a su vez a capa y espada del popular cura Fernando Karadima, quien, luego de haber violado a decenas de niños por décadas, finalmente fue enviado a “una vida de oración y penitencia”, pero jamás a enfrentar la justicia: la reunión pastoral de 2019, a la que el papa citó específicamente para proteger a la niñez de los abusos clericales, enfatiza en su documento final que de ninguna manera se requiere que los obispos reporten los crímenes de sus curas a la justicia terrena.
No puedo saber si el siguiente papa va a ser liberal, conservador o moderado, carismático o adusto, dogmático o reformador. Lo que sí sé es que, por el camino que sea, va a llegar a Roma y, como han hecho casi todos sus 260 y tantos antecesores, en el trono de San Pedro se va a atornillar a lomo de su grey, por derecho divino, hasta que la muerte los separe.