A propósito de lo que escribí ayer, sobre la tozudez de ciertos responsables públicos y las consecuencias de su terquedad en los desempeños de las naciones, me vino luego un pensamiento sobre la realidad de unos sistemas democráticos donde las decisiones de los gobernantes —que, finalmente, no son más que un grupo pequeño de personas, en el mejor de los casos— terminan por afectar de manera directa a millones de personas.
En ese artículo, tras señalar que la postura doctrinaria de muchos políticos les obnubila el entendimiento, puse el ejemplo de una Angela Merkel que, contra todas las evidencias, se emperra en sostener un esquema de férrea austeridad en Alemania siendo que ahora es el momento de implementar medidas para promover el crecimiento, así fuere meramente para evitar una muy peligrosa recesión. Pero, más allá de que la mandamás de la República Federal de Alemania desatienda los llamados y consejos que se han formulado inclusive en la prensa financiera establecida —a la que no se puede en modo alguno atribuir una predisposición al populismo; digo, los artículos han aparecido en el semanario TheEconomist y en el Wall Street Journal, entre otros medios declaradamente conservadores—, el hecho es que lo que haga o deje de hacer la señora tendrá consecuencias rotundas en la vida de muchísimos ciudadanos del Viejo Continente: si se aferra a sus posturas actuales, entonces se agudizará gravemente una situación de alto desempleo, nulo crecimiento, baja inflación (que amenaza ya con convertirse en deflación y, ahí sí, pónganse todos los chalecos salvavidas), raquítico consumo y decrecientes expectativas sobre el futuro; y si, en una inesperada vuelta de tuerca, decide gastar en infraestructura y equipamiento, entonces los destinos personales de todos esas personas se verán, tal vez, avivados por perspectivas esperanzadoras.
Lo que resulta increíble es justamente eso: que una persona tenga en sus manos el futuro de los demás. Y, miren, estamos hablando de la democracia.