La referencia a un pasado obligadamente repudiable es el primerísimo recurso que utilizan los seguidores del régimen de doña 4T cada vez que alguien intenta señalarles las barbaridades del presente.
El oficialismo, curiosamente, ha sido infiltrado por los más conspicuos representantes de ese ayer tan abominable: ahí medra el señor Bartlett, para mayores señas, junto con otros antiguos cofrades suyos, priistas certificados de la talla del embajador Moctezuma, secretario de Gobernación en los tiempos de Ernesto Zedillo; Marcelo Ebrard, secretario general del PRI en la capital de todos los mexicanos en 1989 y, mencionando únicamente sus nombres sin evocar sus negros antecedentes, Alfonso Durazo, Adán Augusto López y Ricardo Monreal, por no hablar también de los tránsfugas provenientes de las filas del más rancio conservadurismo como Tatiana Clouthier o Gabriela Cuevas.
Quienes observamos las cosas desde la barrera, con perdón del lenguaje taurino que tanto sigue contaminando nuestra hispánica lengua, no podemos menos que preguntarnos cuáles pueden ser los tormentos de todos esos apóstatas al rememorar, así sea en los instantes en que se miran al espejo, su pertenencia al aparato del cual emanan todos los males habidos y por haber.
Y es que, miren ustedes, no hay cosa más oprobiosa que ser encubridor del denostado PRIAN. Es más, el propio acrónimo se ha vuelto ya una palabrota y les sirve a los sectarios del poder oficial de arma mortal para condenarnos a quienes no comulgamos con el dogma de la transformación histórica que pretenden estar protagonizando.
¿Cómo está, entonces, lo de haber sido priista o panista de corazón y haberse convertido, hoy, en parte de la nobilísima gesta purificadora que ha emprendido Morena?
Debe de haber un componente religioso ahí, oigan, algo así como una expiación de las antiguas culpas pero, qué caray, sin demasiados sacrificios de por medio, a diferencia de los conversos que se someten devotamente a duros martirios y mortificaciones para alcanzar una mínima santidad. Al contrario, las recompensas están a la orden del día y la absolución es otorgada en automático por el supremo sacerdote en cuanto se le rinde la debida pleitesía.
El gran pecado, ya lo estamos viendo, no es haber llevado antes la camiseta sino seguir siendo siervo del mentado PRIAN, aquí y ahora.