La indefensión de una persona frente al poder del Estado es, en principio, absoluta. Un régimen dictatorial puede perseguir, encarcelar, torturar, asesinar y secuestrar a cualquier ciudadano sin mayores problemas. Invocará, en el caso de que algunos extraños levanten la ceja, elevadísimos principios e intereses obligadamente superiores y, de hacer falta, una mentada “razón de Estado” que viene siendo, en los hechos, una muy siniestra escapatoria.
La democracia liberal, el menos malo de los sistemas que aseguran la convivencia de los humanos, le asegura derechos al individuo y lo exime de la pleitesía exigida por los déspotas de este planeta. Los Estados modernos se rigen por leyes y normas que limitan sus potestades aunque siguen siendo, desde luego, los únicos depositarios facultados para ejercer la violencia.
Lo llamativo de la persecución que los gobernantes totalitarios emprenden contra un disidente o un mero insumiso es que lo hacen endosándole morrocotudos quebrantamientos y, a partir de ahí, devenido ese ser en un auténtico enemigo —por no decir un peligroso traidor—, se arrogan la competencia de desplegar una fuerza que deja de ser legítima porque no responde a causas verídicas sino a acusaciones ficticias y arbitrarias.
Los regímenes autoritarios son entonces básicamente mentirosos: no sólo construyen ficciones para sojuzgar al pueblo en nombre de una suprema e incuestionable entelequia —la “Revolución”, el “socialismo” o la “dictadura del proletariado”, entre otros tantos ensueños obligatorios— sino que inventan delitos para acallar las voces críticas, para eliminar a sus opositores o, inclusive, para proceder a despojos e infames confiscaciones.
En las dictaduras no hay contrapesos: no hay jueces independientes ni parlamentarios litigantes ni interventores acreditados para fiscalizar las actuaciones del poder. Hay una voz, una sola y nada más.
La deriva autoritaria que está sobrellevando nuestro país es, en este sentido, muy inquietante. Una de las vocaciones preferidas de doña 4T parece ser la intimidación. Pero no se quedan ahí las cosas: luego de aviesos señalamientos, utiliza el temible aparato de la justicia. Las mujeres están particularmente en la mira. Lo vivieron Rosario Robles y Alejandra Cuevas, encarceladas de la manera más infame. Ahora le toca el turno a María Amparo Casar.