La verdad ya no nos interesa

Ciudad de México /

Al mencionar a los políticos en una charla cualquiera, uno de los más exasperantes comentarios es el de que “todos son iguales”, acompañado de un gesto de despreciativa desestimación.

Como si no hubiera ninguna posible diferencia entre unos y otros, como si el simple hecho de incursionar en los espacios de lo público emparejara fatalmente a todos los concurrentes y como si los individuos de nuestra especie no poseyeran, cada uno de ellos, características propias.

La disposición a no advertir matices y gradaciones parece ser un mal de nuestros tiempos. En esa deriva reduccionista, la persona renuncia a reconocer las complejidades de lo real y se contenta con dictar generalizaciones tan lapidarias como abusivas.

No se puede enjuiciar conjuntamente a los miembros de una colectividad, así sea que los más destemplados veredictos sean materia prima de los prejuicios, tal y como lo estamos viendo ahora con las injuriosas descalificaciones de Trump y sus seguidores hacia los inmigrantes, con especial dedicatoria a nuestros compatriotas mexicanos.

Pero así como a la gente se le puede estampar un sello infamante por pertenecer a una minoría o provenir de otras comarcas, de la misma manera el cómodo rebajamiento de lo diverso para edificar un pequeño mundo de trivial simplicidad entraña ni más ni menos que el desconocimiento de la verdad.

No es ninguna casualidad que tantas personas desestimen ahora las cifras, las evidencias y los datos. No les mueve ya la más mínima inquietud por enterarse de cómo son realmente las cosas sino que su visión del mundo se alimenta de una materia primigenia: la desconfianza. Han perdido, descontentas y resentidas como están, la capacidad de creer en el “sistema”, por llamar de alguna manera el entramado institucional, y responden entonces al canto de sirenas de los populistas que prometen acabar con el orden establecido.

Creer que la democracia es mínimamente buena es la primera condición para ejercer una virtuosa ciudadanía, y confiar en la República –con todo y que esté poblada de sujetos que en muchas ocasiones no son nada ejemplares— es el supremo requisito para resistir el embate de los oportunistas destructores.

Pero, no: “todos son iguales”. Y ahí, justamente, es cuando llegan los otros. Unos que no son iguales, sino… peores.

  • Román Revueltas Retes
  • revueltas@mac.com
  • Violinista, director de orquesta y escribidor a sueldo. Liberal militante y fanático defensor de la soberanía del individuo. / Escribe martes, jueves y sábado su columna "Política irremediable" y los domingos su columna "Deporte al portador"
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