Millones de compatriotas nuestros han emigrado a los Estados Unidos. Esto es un dato del tamaño de una casa y la palmaria evidencia de que no encuentran aquí el mejor de los mundos, más allá que los dineros que envían a los familiares que se han quedado en el terruño se hayan vuelto una suerte de logro, extrañísimo en verdad, de doña 4T, y motivo de cacareos oficialistas.
Pero la cosa se remonta a tiempos mucho más lejanos, hay que decirlo: desde el mismísimo momento en que México comenzó su recorrido como nación independiente el asunto se torció a punta de enfrentamientos fratricidas que impidieron, desde sus raíces, la edificación de una gran casa común. Hubo personajes muy oscuros y nefarios. El primero que nos vendría a la mente, a botepronto, es Antonio López de Santa Anna, un sujeto, con todo, aclamado por el pueblo sabio.
Luego tuvimos una catastrófica revolución que no hizo más que sembrar muerte y destrucción, llevando a México a retroceder décadas enteras, pero que sigue siendo el gran altar de la demagogia nacional y el crisol que nutre todavía el populismo que nos azota.
Hay entes públicos que son tan indiscutiblemente revolucionarios que necesitan de extremos cuidados, o dicho de manera más concreta, de ingentes recursos para preservar su prístina naturaleza idiosincrática. Venerables símbolos identitarios, en momento alguno se ha planteado que adquieran una condición más terrenal porque va de por medio la madre de todos los principios patrios, a saber, la mentada “soberanía”, principio y fin del paraíso nacional.
Estamos hablando de Pemex, naturalmente, una corporación, ya en los hechos, tan poco soberana que es la petrolera más endeudada de todo el mundo, o sea, que pertenece de facto a sus acreedores.
Justamente, en esa tierra prometida a la que se van tantos y tantos connacionales, el tema de ser soberanos no parece preocuparles tanto: las empresas que explotan el oro negro que yace en las profundidades de sus territorios no son administradas por papá Gobierno ni tampoco propiedad del Estado. Las poseen accionistas privados y, miren, no pasa nada.
La decisión de tirar una millonada en un barril sin fondo no es una mera extravagancia sino algo mucho más dañino en tanto que desestima lo que es verdaderamente importante en un país: imaginen ustedes esos recursos gastados en tener espléndidas escuelas para nuestros niños. Ahí sí que seríamos gloriosamente soberanos, señoras y señores.